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Los afters perdidos de Barcelona

La noche desnuda los pecados de la ciudad entre hermosas callejuelas. Barcelona se muestra al mundo como una mujer fácil aunque esconde el carácter de las grandes divas. Debes saber diferenciar entre sus ostentosas provocaciones y lo que se esconde tras esa luz mágica heredada de su mar Mediterráneo. La nocturnidad le sienta bien, transita entre la excitación y lo onírico. Deambulas por sus calles preguntando qué hay más allá de la siguiente esquina. Alegoría de la decadencia disfrazada de estilo. Irresistible y sutil.

Dos Barcelonas nocturnas pugnan entre sí para robarte el corazón y la cartera. Al menos antes era así. Ahora quizás solo haya sobrevivido a la política y a la crisis la Barcelona que todos conocen, esa Barcelona de vida fácil. Antes de abandonarla para añorarla por siempre como mujer altiva que es, me dio tiempo a conocerla. Desmenucé su rostro de purpurina y encontré tras su fachada un corazón ardiente en busca de quien la comprendiese. La noche la hace bella, en efecto, pero la ostentación de ese hecho la desmerece. Afortunadamente, subyacen noches a las que no tienen acceso más que unos cuantos incautos. O así sucedía antes de que se evaporaran los locales que ofrecían su amanecer particular a sus visitantes.

Buceo entre la neblina y me encuentro a mí mismo, más joven e incauto, seguro del mañana y sin un pasado que olvidar. Observo la alevosía de los transeúntes, los bares de Ample, los de Escudellers, el Sidecar, el Manchester, el Apolo e incluso el Nevermind y el bar frente al Bagdag donde sirven veneno destilado a 4€. Todas las noches parecen tener la misma melodía en el centro de la ciudad pero yo sé que al final de la misma me espera lo inesperado. Busco una calle sin nombre en mi memoria. Unas vagas indicaciones mentales me hacen dudar entre una calle con un semáforo aparentemente sin utilidad y su paralela. Siempre en los alrededores de la bien llamada plaza del Tripi, oficialmente de George Orwell. Buena parada para vitaminarse con THC u otras sustancias ilegales


Un profeta en la noche

Reconstruyo los pasos de noches anteriores y ubico el emplazamiento que se perdía entre mis recuerdos. Mi experiencia en el local y las vagas descripciones que he detallado exaltan a mi guardia pretoriana. Nos detenemos ante una puerta que bien podría pertenecer a un contador de luz o gas antiguo. Una ostentosa mirilla se abre dibujando unos ojos inquietos al otro lado de la puerta. Un acento senegalés nos pregunta quiénes somos, qué hacemos allí y quién nos ha hablado sobre el lugar. Nos presentamos, les comento a unos desconfiados custodios de la morada que venimos al bar de Jesús y que conozco el local gracias a una francesita muy amable ex empleada del local. Se abre el estrecho acceso y entramos en un espacio vacío con una desangelada barra. Al fondo, el baño con el mayor desnivel que he visto. Un segundo vistazo nos advierte de los puntales que fijan la parte superior al suelo de la estancia en la que nos encontramos. Ascendemos una estrecha escalera que cada noche provoca aparatosas y frecuentes caídas.

La zona de arriba deja espacio a una tarima donde los más osados lucen sus pasos de baile, unos sofás al fondo y a la derecha una iluminada barra de cristal. Tras las luces de la modesta barra se encuentra el profeta de la noche barcelonesa. Su local late a otro ritmo, abre a las tres y cierra en cuanto el cansancio asoma en el rostro de Jesús. Nunca hay nada prefijado, cada madrugada es diferente. Lo único que se mantiene inalterable es la elección musical compuesta por temas de house y una fabulosa selección de los mejores temas de James Brown. La noche en el interior es fugaz por muchas horas que transcurran en el exterior.

Las historias fluyen de los labios del propietario de tan oculto local. Todos los muebles tienen su propia historia. Han sido rescatados de la calle. El día de los trastos provee y sofás raídos, bustos de Paul Newman y mesas con esencia visten un lugar de decadencia callejera. Decenas de sostenes adornan las vigas desnudas. También tienen historias que contar. Pertenecen a las fulanas del barrio, amigas del coqueto mesonero. Sus relatos de amores impagados flotan en el ambiente. Jesús las acoge y muchas de ellas se sientan en torno a él a escucharle y a acariciar las hileras de cocaína con las que las agasaja. Los parroquianos van llegando en cuentagotas. Personajes habituales de la sala y novatos con caras de expectación se drogan felices y su lengua se dispara. Conversaciones sobre Jim Morrison, sobre la vida, las mujeres y la procedencia del MDMA, la coca o la maría presentes en el local, se intercalan.

Todo está bien avenido, sin tiranteces. Llega algún grupo de chicas, que se integran en el ecosistema aduladas por algún galán trasnochado. El local se llena. Jesús teme que se desplome su obra y acabe en el piso de abajo. La atmósfera se torna densa, la locura se apodera de los asistentes que comienzan a actuar como si no existieran reglas morales. Lo cual demuestra que en realidad no existen. Alguna caída por las escaleras ameniza las primeras horas con luz natural. Nadie abandona hasta que la música desciende de su poltrona y se apagan las luces. La hospitalidad del anfitrión provoca que todo sean sonrisas e historias que contar al día siguiente. Las muecas de despedida se repiten y algunos insomnes se citan para desayunar un buen vermut. Una buena mañana, el apóstol nocturno nos encomienda una última misión evangélica. Debemos transmitir la buena nueva. El viejo local desaparece. Un templo se destruye para construir un nuevo futuro a escasos metros y nosotros seremos los encargados de no dejar piedra sobre piedra en nuestra antigua basílica. La redención a través de la destrucción atrae a muchos acólitos. El bar de Jesús luce en su esplendor en su último día de existencia. Acaba destrozado tras una de las noches más salvajes que se recuerdan.

Ese fue el último día que recuerdo ser totalmente libre. Visité el nuevo local de Jesús con menor frecuencia hasta mi marcha de la ciudad. No era igual. Ni por asomo. Muchos de los locos que pululaban por su anterior antro no estuvieron en la despedida donde se comunicó la nueva ubicación del lugar. El nuevo templo era una estancia amplia dividida en dos espacios diferentes con sillas de bambú y un mono pajillero presidiendo la nueva barra de madera. Demasiada luz y escaso aire decadente. Mucho yonki terminal y ausencia de Wonderbras de saldo en las ausentes vigas. El encanto se evaporó enseguida aunque siempre quedaba la sonrisa cómplice de Jesús y sus interminables historias de noches salvajes. Hasta siempre, maestro de la nocturnidad. Al día siguiente, abandoné esa preciosa ciudad hacia un futuro incierto. Cuando regresé inmerso en este año 2013, le busqué por las calles de la nostalgia. No encontré más que la tristeza de lo que pudo ser y no fue. Una calle sin bullicio y sin ruido anunciaba la desaparición del centro neurálgico de la locura nocturna de la ciudad. Nunca sabré si Jesús ya ha trascendido, si ha acabado en alguna prisión masificada o si una princesa de saldo ha atrapado su corazón, lo único de lo que puedo estar seguro es que nunca olvidaré sus malignas enseñanzas.

El final adecuado

Hay noches caprichosas que dibujan sus designios con trazos torcidos. Noches que empiezan temprano y que parecen irremediablemente conducirte al Moog. El Raval es más intenso cuando lo experimentas totalmente ebrio y con un globo bastante considerable. Un azúcar psicodélico con una gota de LSD y otra de anfetamina que un buen amigo nos dio de camino al Apolo hacen mella en nuestras percepciones. La felicidad artificial es siempre fugaz y mentirosa. El Moog es uno de los antros más difíciles de etiquetar de la ciudad, sobredosis de luces, techno de saldo y el encanto de lo prohibido a pesar de ser, en el fondo, un local de lo más convencional. Dentro vuelan las mandíbulas en una continua búsqueda del placer. Su minúscula sala superior nos sirve para destensar músculos y movernos espasmódicamente de una lado a otro al ritmo de una deliciosa música electrónica. Nuestras percepciones turbadas por los excesos nos empujan hacia la planta inferior. En nuestro estado necesitamos contacto con seres humanos para transmitirles nuestra renovada fuerza interior. Nos sorprende una excesiva luz blanca que anuncia el inminente cierre del local. No importa, algún lugar nos acogerá.

Preguntamos a quien mejor conoce la noche prohibida de Barna. El diligente camarero del Moog nos confiesa en voz baja un secreto vox populi. El Papillón, en la paralela a la calle Princesa os recibirá con los brazos abiertos. Recorremos el camino que nos separa de nuestro destino en medio de una nube hermética imbuída por la noche y su fauna. Las amables chicas del amor de las Ramblas ofreciendo sexo barato, los turistas buscando amor de pago, las niñas bonitas que sonrien a su nuevo pretendiente y los borrachos que destrozan la armonía de las calles con sus cánticos ininteligibles y sus vómitos de colores.

Todo aquel caos nos parece armonía poética cuando, de repente, nos encontramos en un callejón sin salida. No existe el local o nosotros no sabemos donde estamos. Un fuerte olor a sardinas nos descubre la presencia de un nigeriano muy amable que nos ofrece degustar su bocadillo. La repulsiva fragancia de su comida nos disuade de aceptar su amable invitación a la que respondemos con una propuesta de refrigerio en el interior, si es que lo encontramos. El chico levanta la mano para señalar un discreto portalón que se nos había pasado por alto. La llamada a la puerta es respondida por un portero de grandes dimensiones que nos invita a pasar. El ambiente es como el de otro local. Buena variedad de música e incluso pago con tarjeta. La diferencia estriba en las conversaciones con los lugareños.

Un tipo cuenta que es el diseñador de las portadas de los Ramones, a su lado aparece un grupo de L'Hospitalet que ofrece conversación y cocaína. La noche se vuelve un tanto extraña, los chicos de L'Hospitalet son currantes que desperdician su dinero en drogas... baratas. Su nivel de cuelgue les lleva a experimentar con varios gramajes cada noche de fiesta y son fieles al local. Retomando la conversación con el hombre de las portadas termina contando experiencias vividas junto a los iconos del punk estadounidense. En la parte de atrás diferentes personas se disputan un lugar en el futbolín mientras la riada de gente que entra y sale del baño se hace cada vez más descarada. Una paz no escrita entre perturbados por el horario y las drogas hace que el local sea un refugio para quiénes no quieren saludar al nuevo día. Y así, era noche tras noche.

El Papillón tenía una localización perfecta para experimentar, una vez de regreso al mundo diurno, esa estúpida superioridad de ver las vidas de los demás por la mañana. Ellos, tan aseados y despiertos, tan preparados para asistir a sus trabajos de entonces que hoy se han convertido en malditas cenizas. Mientras tanto, tu mirada intenta focalizarles y a tu mente ya le da igual fracaso que éxito vital. Pocas veces he vuelto a experimentar esa sensación de libertad ni creo que sea posible sentirla ya, debido al robo colectivo de nuestros sueños que hemos sufrido.

El Papillón ya no preside la madrugada, se esfumó en mi ausencia. Le busqué incansable a mi regreso por las mismas calles donde le había visto por última vez con su deslumbrante encanto. Aunque, esta vez su puerta permaneció impasible, presa de un mal sueño. ¿Un cambio de residencia, un olvido colectivo o parroquianos con bolsillos vacíos? Lo mismo da, la noche penínsular se muere lánguidamente fiel reflejo de lo que sucede en el callejero del país.


Soñar en Vallcarca

Hubo un lugar en la calle Bolívar, cerca del metro de Vallcarca, distinto al resto. Hoy no queda ni una sola piedra de lo que fue pero quien conoció aquellas paredes no renunciará jamás a degustarlas en su recuerdo. Recuerdo como la parada de metro anticipa un paisaje diferente al que acostumbra la ciudad. La falda del Tibidabo protege a un barrio con solera que alberga un tesoro en su interior. Un desvencijado edificio sirve como un punto de encuentro y centro social de la zona.

Hasta allí se dirigen muchos jóvenes tratando de aprender oficios y beneficios. La noche tiñe las funciones del local de magia y desenfreno. Un manto de libertad histriónica invade el lugar. El edificio de cuatro plantas desafía con su soledad a la ambición urbanística. Los aledaños sufren una efervescente explosión de juventud. Consigues entrar en el local tras superar dos puertas aislantes del exterior. La sala es pequeña mas no se llena hasta que la noche estalla de furia contenida. Todo el mundo tiene un buen motivo para estar allí. Todo el mundo es libre de expresarse como le plazca.

Ninguna noche se repite. En ocasiones, un grupo de percusión atrona a la concurrencia y provoca espasmódicos bailes en las mujeres más deseables de la improvisada pista de baile. El humo llena la sala y el olor percibido deja a las claras que la nicotina no es el veneno preferido por la noche. En otras ocasiones, grupos de rock independentista toman la palabra. Su estruendo provoca salvajes pogos. A veces, la noche transcurre entre mucho alcohol y drogas que se pasean mientras suena una melodiosa música. Nadie se siente desconocido y todos drogados e impactados ante las locuras de desnudos, bailes exóticos y demás animación socio-cultural extrema, se preguntan cuando vivirán otra noche así. La imaginación toma el poder y las chicas se arremolinan ante Andrei, uno de los organizadores de la fiesta.

Sus atributos le permiten seducir y satisfacer a varias damiselas al tiempo que el descontrol se apodera del local. Las copas vuelan a precios populares y su dispensación finaliza sobre las cuatro cuando todo el mundo está tan colocado como para haber acabado con las reservas del lugar. Las drogas parecen no hacer mella en los asistentes que continúan su desenfrenado baile. Las caras se iluminan de felicidad ante tal explosión de libertad. Improvisados shows salvajes se turnan con la intención de captar la atención de los presentes. Y ante los primeros rayos del alba, los supervivientes y los enamorados de la noche encuentran refugio en Vallcarca. Cuando se baja el telón, aún queda por asimilar lo vivido y esperar otra locura sin guión, trazos dispersos en un lienzo ideado por la luna de Vallcarca. Nunca se conocen las fechas hasta que el boca a boca confirma que tras unas semanas o meses de espera nuestro local de perdición abre sus puertas a nuestros deseos más ocultos.

Pero hubo noche que no acabó y que ya solo podremos terminar en nuestras mentes. A pesar de su connivencia con la policía y su labor en el barrio, llegó el día de echar el cierre y vender tan preciado pedazo de Barcelona a una vil constructora. De esta manera terminan todos los sueños en este país. La excavadora cruel no tuvo piedad de la nostalgia y aquellas noches murieron con su contoneo mecánico. Barcelona siempre será un sueño que tuve y que se esfumó en medio de una mala noche. La destrucción de mis templos barceloneses me ha convertido en una especie de apóstata arrepentido.

Es evidente que la desaparición de estos antros limitan a Barcelona al papel de niña bonita. Tan segura de sí misma es capaz de desprenderse de lo desconocido para sus amantes, como si se tratase de un peso que envejeciera sus hermosos pómulos. Ella desconoce que la cirugía provoca una vejez indigna y a pesar de la ofensa, espero que por el bien de su etérea belleza aún se mantengan en pie los afters de Marina o Plaza de España y hasta el parking de la Row. En ellos se cuecen otras realidades alternativas imprescindibles para entender al ser humano.  

 

Texto: David Arias