Es una noche más en el club de Colosimo. Llevo tres días sin pasar por casa. Mae ya está acostumbrada a mis largas ausencias. Entiende que tengo que hacerme cargo del negocio y más ahora que Johnny se ha tomado una temporada de vacaciones y ha dejado todo el tinglado en mis manos.
Lo que peor lleva es que el pequeño Albert crezca sin apenas ver a su padre. Todo el día tocándome los cojones con que si el niño esto y con que si el niño lo otro, como si fuera a ser más alto por estar a mi lado.
Pero a Mae le da igual que no vea al chaval. Lo usa para atarme en corto, para que deje de ver el día con el color de la noche, porque está harta de abrazarse al hueco que dejo en la cama, porque su mirada es un billete de vuelta a nuestros paseos en Brooklyn, cuando nos queríamos tanto que todavía parecía que nos queríamos. Ahora nuestros días juntos son espejos unos de otros. Por eso desaparezco, prolongando la separación, para que el lunes se me haya olvidado el sabor de sus besos del jueves, porque cuando los besos saben igual hay que echarles el azúcar de la imaginación y cerrar los ojos y pensar en otras mujeres, quizá en sirvientas, quizá en coristas.
Kay Krackow es una de esas mujeres, una de las coristas del Colosimo. Acaba de terminar la función y se ha acercado a la mesa en la que estamos Frank, Guido y yo. Al parecer es la chavala que se está trabajando Frank.
–¡Frankie, querido!, me tenías muy preocupada –señala mientras él se levanta para saludarla.
–Hola preciosa, he estado fuera una semana. Asuntos familiares –responde Frank guiñándome un ojo. Los dos sabemos que esos asuntos no son tan familiares–. Déjame que te presente. Bueno, a Guido ya le conoces.
–Buenas noches, señorita Krackow, ha estado usted maravillosa. ¡Me encanta esa canción! –dice entusiasta Guido al incorporarse para besarla.
–Y él es…
–Al Capone –me adelanto a Frank–, mucho gusto en conocerla. Si es tan amable de acompañarnos…
Le echo un vistazo al camarero que ya se acerca a atendernos.
–Tony, ponnos otra ronda y para la señorita…
–¡Champagne!, voy a celebrar que se ha acabado mi jornada de trabajo.
Tiene personalidad, desprende alegría, tiene algo, un destello, una chispa. Incendia la noche con su sola presencia. Su melena pelirroja sacude el ambiente y parece que el humo del club huye de ella, como si no se atreviera siquiera a enredarse en ese salvaje amasijo de pelo ardiente. Esa piel blanca, pálida nata que pide a gritos ser corrompida, mancillada, burlada…
Estoy tan inmerso en mis pensamientos que no me doy cuenta de que ya está Tony sirviendo las copas y, sin querer, derramo mi whisky sobre ella.
–¡Oh, Dios santo!, ¡mi vestido! –grita desconcertada mientras se levanta para escurrir el alcohol que empapa su ropa–. Discúlpenme, caballeros, voy a los camerinos a cambiarme.
Frank se levanta con ánimo de ir tras ella.
–No te muevas, Frank, yo me encargo. Al fin y al cabo he sido yo el culpable de este desaguisado. ¡Tony!, limpia inmediatamente este desastre.
Voy hasta el camerino, abro la puerta y entro con sigilo. Ahí está Kay, llorando desconsolada, como el que ha perdido a un ser querido.
–Vamos, Kay, ese vestido no vale ni media lágrima de sus ojos –le digo sin exagerar ni un ápice sus encantos.
Me acerco a ella, rozo con el torso de los dedos la pedrería barata del vestido.
–Su cuerpo no se merece este insulto. Yo le compraré un vestido que haga honor a sus caderas. Pero ahora… éste, debería quitárselo.
–Señor Capone –susurra asustada.
–Shh, llámame Al. Te ayudaré con este vestido mojado.
La miro a los ojos, acerco mi cara a la suya, aspiro el aroma que desprende su cuerpo, la mezcla del tabaco del club, de mi whisky, de su perfume, de su miedo, de su curiosidad asomando en la piel de su cuello. Desprendo un tirante, me deshago del otro. Acaricio con la lengua su hombro derecho, noto sus poros erizándose en mi recorrido hasta su cuello, subiendo hacia la barbilla, donde más arriba sus labios abiertos esperan mi boca llena de ansia. Me recibe con los dientes armados, como un animal que empieza la lucha tras medir el peligro. Los clava en mi aliento, en mi respiración cada vez más profunda, atenta para no malograr ni un solo detalle de la fragancia que inunda el cuarto.
Y en un leve empuje de furia destrozo el vestido por detrás, los botones salen despedidos en todas direcciones. La levanto y la siento en el tocador, me rodea la cintura con las piernas, le quito el sujetador al tiempo que me baja la cremallera y sumerge la mano en el pantalón. Se da de bruces con mi rigor, lo aprisiona con firmeza, sube y baja, sube y baja mientras respira en mi boca, a instantes saca la lengua y la posa en la mía, a ratos me muerde el labio inferior. Acerco la palma a su entrepierna, la encierro bajo sus bragas y enredo los dedos en la mata de vello que ya se deja bañar por la miel de su ardor. Busco la fuente de humedad que crece con cada movimiento de mi mano. Me agacho obligando a Kay a abandonar su trabajo en mi pantalón, le arranco las bragas, lamo los restos de whisky que han traspasado el vestido y se han alojado en sus muslos, me hundo en su ombligo y ella ciñe sus piernas a mi cuello. Oigo sus suspiros, sus jadeos, siento el meneo de su pubis acercándose y alejándose de mi cara, frotando mi barbilla, mi boca, mi nariz.
Sufro otro impulso de locura, a cada segundo más intenso. Me reincorporo, la coloco de pie mirando al tocador, me sitúo detrás de ella, termino de rasgar el vestido y lo dejo caer al suelo. Nos miramos en el espejo, me regala una mueca mitad sonrisa inocente mitad lascivia desenfrenada, y alza una pierna para dejarme entrar. Su culo sobresale irresistible, me desabrocho el pantalón y me meto despacio, muy despacio, sintiendo cómo la humedad se apodera de cada centímetro, de cada milímetro. Entro hasta el fondo, me agarro a sus caderas, me detengo totalmente encajado en su interior, apretando, queriendo llegar más allá de lo que nos permite nuestra anatomía. Salgo poco a poco, tal y como he entrado, centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, sintiendo las contracciones que Kay realiza para aprisionarme, para succionarme y llevarme de nuevo a la profundidad. Y vuelvo a embestir, acelerando el ritmo. Le agarro las tetas, siento sus pezones duros clavándoseme en las palmas, hinco los dientes en su cuello, grita…
–Más fuerte, Al, más rápido, no pares…
Más gemidos, una convulsión, una mirada enloquecida, su orgasmo llama al mío, una sacudida más, dos, diez, estallo. Me quedo enganchado a ella, apoyando la frente en su hombro, resoplando, recobrando el aliento.
Por fin nos separamos, me coloco la camisa y ella mira hacia el suelo.
–Mira qué desastre de vestido, empapado en whisky y hecho añicos.
–Ya te he dicho que no te preocupes. No merece la pena.
Termino de abrocharme, saco dinero del bolsillo y le dejo 25 dólares sobre el tocador.
–Cómprate lo que quieras, a ser posible verde. Resaltará el color de tus ojos y el contraste con tu melena pelirroja volverá loco a Frank. Buenas noches, Kay.
–Buenas noches, Al.
Texto: Roberto Silván
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