Salí del baño y Alberto me dijo que nos íbamos con ellas. Y en un abrir y cerrar de ojos estábamos sentados en su salón, tomando copas. Iban súper puestas. En el bar no habían parado de meterse eme, y ya en la casa sacaron, como el que saca unas pastas para el té, cuatro pollos de farlopa. Yo no me metí nada. Cuando alguna preocupación se pasea por mi cabeza, paso de drogas, porque me crean ansiedad y, en vez de disfrutar, me da mal rollo. Y anoche tenía la mente en otra cosa.
Se suponía que íbamos a salir los dos solos, al menos eso es en lo que habíamos quedado, porque teníamos que solucionar el movidón que teníamos encima y, sin embargo, allí estábamos, con esas dos pavas que no hacían más que meterse tiros y restregarse contra nosotros. Hace una semana hubiera actuado como siempre: me hubiera follado a una de ellas mientras Alberto se tiraba a la otra y luego hubiéramos cambiado de pareja para seguir el baile. Pero anoche no, anoche sólo podía pensar en dos días atrás; y por eso me quité de encima a la petarda que ya estaba pasándome las tetas por la cara, me levanté y me largué.
Bajé las escaleras despacio, encendí un cigarro, y a la segunda calada escuché la puerta que se abría y se cerraba y los pasos de Alberto detrás de mí.
–¿Pero cómo puedes marcharte en el mejor momento? Si estábamos a punto de entrar a matar... –me preguntó sorprendido.
–Me da igual. Yo no he salido esta noche para estar con esas dos pesadas. Se suponía que íbamos a hablar, ¿no? –le recriminé mientras seguíamos bajando las escaleras hacia el portal.
–Hablar, hablar –se burló–, ¡mira que te gusta hablar! Ahora podríamos estar follando con esas dos guarras en vez de hablar. Anda, pásame el cigarro, que eres un aguafiestas.
Me quitó el cigarro de los labios. Ya estábamos en el portal. Se sentó en las escaleras y dio un par de caladas.
–¿Seguro que lo que quieres hacer es hablar…? –me preguntó con chulería–. Yo lo que tengo que hacer ahora es descargar porque la zorra de ahí arriba me ha dejado totalmente tieso. ¡Mira cómo estoy! –me dijo agarrándose el paquete con las dos manos.
Era verdad, estaba empalmadísimo. Se notaba perfectamente. Cerró los ojos y empezó a acariciarse la polla por encima del pantalón. Ver cómo se tocaba me hizo sentir un pinchazo en la ingle y noté que empezaba a ponerme duro también. Me pasé la mano por encima de la bragueta mientras veía cómo él seguía tocándose. Se desabrochó el cinturón, abrió un botón del pantalón y metió la mano dentro. Abrió los ojos y me miró.
–¿Qué haces ahí de pie? Ven aquí, siéntate en las escaleras, que vas a estar más cómodo –me dijo bajito sin dejar de tocarse.
Me senté a su lado. Me desabroché y empecé a pajearme muy lentamente. Cerré los ojos. Le imaginé tumbado en la cama, al lado mío, como el otro día, sintiendo su cuerpo desnudo rozando el mío. Mirándonos alucinados, desconcertados con las sensaciones que estábamos experimentando. Y lo volví a sentir. Me agaché y noté otra vez el calor de su polla cuando la rodeé con mi boca, la humedad de mi lengua mojando su piel. Se dio cuenta de que esta vez no iba a parar y me agarró la cabeza firmemente. Seguí chupando fuerte, rápido, sentí las palpitaciones en los labios, en la lengua. Estalló. Abrí los ojos. Me miró sonriendo, exhausto, me cogió de la barbilla y me atrajo hacia su cara. Me abrazó con la respiración entrecortada.
–¿Cómo ha podido volver a pasar esto?, ¿va a resultar que ahora nos gusta más hacerlo con tíos?
–En mi caso, no es que ahora me guste más hacerlo con tíos. Simplemente, me gusta más hacerlo contigo –le confesé.
–Por eso estabas tan pesado con que habláramos, ¿verdad? Si es que cuando se te mete algo en la cabeza, hasta que no lo sueltas no paras.
–Bueno, es algo de lo que teníamos que hablar. Porque creo que va más allá de lo físico. Desde que pasó lo del otro día no he dejado de pensar en ti.
De repente le cambió la cara. Pasó de estar totalmente relajado a un estado de nerviosismo desmedido. Se levantó y fue hacia la puerta arreglándose el uniforme.
Eso es de... de... –sonrió y dejó la frase en el aire porque ahí es donde quedan las frases que no se quieren decir. Salió del portal dando un portazo, me abroché los pantalones y corrí detrás de él.
–¿Cómo puedes negar lo que acaba de pasar? –pregunté suplicante, andando un paso por detrás de él, intentando alcanzarle.
–Estamos borrachos, se nos ha calentado la cabeza y lo que pasa en los portales se queda en los portales.
–Pero yo no puedo dejarlo ahí. Yo he vuelto a sentir algo, ¡como el otro día!, y sé que tú también.
De pronto detuvo el paso, se dio la vuelta, me agarró la cabeza con las manos, apretando fuertemente mis orejas, pegó su nariz a la mía, me miró fijamente a los ojos, estaba como ido...
–Tú no tienes ni puta idea de lo que yo he sentido o he dejado de sentir. No eres nadie, sólo eres una puta nenaza que se ha encoñado del primer tío que le ha chupado bien la polla. –Estaba fuera de sí, sus ojos amenazaban con salírsele de las cuencas. No sabía por qué estaba comportándose así, no le reconocía, casi parecía que estaba interpretando un papel mal ensayado. Pero sentí pánico–. ¿Crees que eres el único con el que he hecho esto? –continuó–, ¿crees que porque te haya dejado chuparme la polla voy a comprarte un anillo? Espabila, camarada, esto no es ‘Romeo y Julieta’ ni ninguno de esos libros ñoños que tanto te gustan.
Me enfureció que me insultara. Pero sobre todo me dolió que me dijera que yo no había sido nada especial para él, que había sido uno más. ¡Uno más! Resultaba que había habido más, que el gran Caballero Legionario que rezumaba homofobia por los poros era, en realidad, un guerrillero camuflado, el campeón de las mamadas. Me sentí ridículo, me había emborrachado con la ilusión que habían impregnado sus caricias y al momento me estaba dando de bruces contra una resaca de decepción. Fue una patada en el centro mismo de la esperanza recién creada. Yo le había regalado mi saliva de oro y él, en cambio, sólo me ofreció su semen de bisutería. Sólo imaginar su boca recorriendo otra piel me produjo la sensación más triste y dolorosa que jamás había atravesado mi cuerpo. Me incorporé, fui corriendo hacia él, saqué mi machete y lo hundí en su costado.
Me miró con sorpresa. Trazó una sonrisa desenfocada.
–Pero, ¿qué has hecho, estúpido? –preguntó con la voz bañada de susurro–. Sólo estaba haciéndome el duro, estaba jugando a ser un Montesco ofendido. Te estaba representando el principio de una escena a lo Shakespeare, cuando todo se enreda y se prende la mecha.
Cayó al suelo de rodillas, desvanecido por la pérdida de sangre que brotaba de la herida. Mi furia se convirtió en perplejidad. Pero, ¿por qué me había hablado así?, ¿y por qué tuve esa reacción? Se me nubló el entendimiento, no me pregunté nada más, se me cayeron los signos de interrogación desparramados por el suelo, nadando en su sangre.
–¡Por Dios, Alberto! Tengo que llevarte al Tercio –le agarré de la sobaquera, lo levanté y pasé su brazo por encima de mi cuello–. Allí te curarán, estamos a unos minutos, la herida no será nada.
–¿No será nada? –replicó antes de toser–, ¿recuerdas cuando matan a Mercucio?, ¿qué decía, ¿qué decía...?
–Ahora no me acuerdo –le mentí mientras caminaba hacia el Tercio cargando con él.
–Yo sí me acuerdo. Decía... ¿cómo decía?, ah, sí, decía: “pregunta por mí mañana y me verás mortuorio” –le costaba andar, ya estábamos llegando–. Qué ironía morir a manos de alguien con quien acabas de hacer lo que tú y yo acabamos de hacer en ese portal, ¿eh? Ahora sería muy apropiado que me recordaras el espíritu de amistad.
Le miré con rabia por atreverse a mencionarlo pero se me resbaló la mirada enojada de la cara en cuanto le oí decir:
–No, mejor el de la muerte... Porque hoy sí que riega mi sangre la tierra ardiente, compañero...
No quería hacerlo, no quería pronunciar esas palabras sagradas, no por él, no por mi camarada, mi amigo, mi pequeño destello de luz en este océano de oscuridad. Pero me suplicó con los ojos empapados en desmayo y las palabras brotaron de mi boca.
–No se muere más que una vez –dije entre sollozos–, la muerte llega sin dolor y el morir no es tan horrible como parece.
En ese punto caímos al suelo. Todo daba vueltas entorno a los dos. Era el principio y el final de nuestra historia. Acostumbrados a la sed de las noches de locura, de botellas llenas y mujeres vacías, aquella gota de amor supuso un diluvio en nuestros corazones. Un amor sin besos. Me acerqué a él para borrar el descuido de nuestros labios pero los suyos estaban ocupados.
–Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de... con zarpa de fiera –empezó a cantar. Su voz era débil, le costaba horrores pronunciar, las palabras salían de su boca a trompicones–. Soy... soy un novio de la muerte –continuó a duras penas–, que va a unirse en lazo... en lazo fuerte con... con tal leal compañera.
Y con esa palabra, la última que cantó su voz, se despidió de mí y abrazó a su nueva amante. Me quedé con nuestros besos en la punta de la lengua. Algo dentro de mí se desgarró y sólo pude gritar entre llantos: ¡A mí la Legión!, ¡a mí la Legión!
Texto: Roberto Silván
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