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Pintor en Montparnasse

No la he pintado una vez, ni dos, ni tres; la he pintado mil veces. Jamás ha posado para mí pero soñar con sus besos, desear de lejos su piel, buscar su olor en las calles, me ha llevado a aprender de memoria sus rasgos, sus sombras, sus rincones, su luz.

Me he convertido en un turista que recorre su cuerpo cada atardecer, un viajante provisto del pasaporte falso que expide el sello de la imaginación, un excursionista que visita el monumento de sus senos de mármol, los jardines al sur de su ombligo, el boulevard de sus piernas doradas.

Pero los colores que mezclo en mi paleta no hacen justicia a su divinidad, se quedan a medio camino de la realidad, perdidos en las señales equívocas de mis ansias. Y hoy, por fin, me he atrevido a asaltarla en la calle. He conseguido apartarla del mundo por unas horas, para que sea mi musa en carne y hueso, para transformarnos en una mujer preciosa posando para un hombre con suerte.

La he tratado con total confianza desde el primer contacto. De tanto que la he soñado sería un necio si no lo hiciera así, sería como hablarle de usted a la propia almohada. Y en este momento está tumbada en mi cama, desnuda, dormida, tal y como le he requerido. Su pelo negro, de una tonalidad azabache fascinante, flota ondulante sobre el cojín y enmarca su cara con la fuerza que reclama su extraña y salvaje belleza. Está recostada levemente de lado, imperceptiblemente inclinada, lo suficiente para que sus pechos generosos se abatan hacia la parte derecha del colchón. Sus oscuras areolas dirigen misteriosamente en espiral hacia sus mágicos pezones achocolatados, bocados en miniatura de la gracia de las nueve diosas griegas. Su ombligo divide en dos su vientre plano y marca un punto y seguido hacia su pubis, exhibición enmarañada de vello que lucha por hacer competencia al azabache que adorna su cabeza. Mis manos mezclan colores de manera alocada, no doy abasto con el pincel y la espátula. Ahora sí, ahora sí, ¡por fin!, ¡todo cuadra! Me he hecho dueño de cada detalle y lo he inmortalizado en el lienzo.

Abandonar mi mirada en el esplendor de su figura está derritiéndome las ganas a fuego lento. Restriego mis manos en la paleta y me acerco sigilosamente a la cama. Poso los dedos en la punta de uno de sus pies y los deslizo con cuidado a lo largo del suave empeine. Observo en la quietud de sus párpados que continúa inmersa en su pose dormida. Alcanzo la espinilla y trazo una línea temblorosa hacia la rodilla. No me detengo, prolongo el movimiento sobre el muslo donde dejo caer la palma de mi mano. Siento que su respiración torna profunda, aspira por la nariz y suelta el aire lentamente por sus labios entreabiertos. Giro la mano, los dedos apuntan hacia el interior del muslo, casi rozo con la punta del pulgar su ingle, rampa de bronce que conduce a la catedral por la que tantas plegarias ha rezado mi lengua abarrotada de anhelo. Me encantaría degustar el manjar que esconde esa selva negra pero no tenemos tiempo para ese exquisito aperitivo. Me tumbo sobre ella, apoyo las manos sobre el colchón, le separo las piernas con ayuda de mis rodillas, empujándolas hacia afuera. Me agarro el miembro, rígido, incandescente, casi me quema los dedos, lo sitúo a la entrada de su mausoleo y lo entierro en la profundidad.

Pero ella está fría, estática, casi ausente. Me recuerda a su actitud en la calle, cuando me acerqué a pedirle que me dejara retratarla, cuando se rió de mí, cuando me llamó ser insignificante, cuando me dijo que no posaría para mí ni por todo el oro del mundo, cuando tuve que asaltarla por detrás –apenas hace una hora–, y colocar el pañuelo impregnado en cloroformo en su nariz. Mientras me muevo en su interior empiezo a pensar que, quizás, me he excedido con la dosis, porque no percibo su respiración. Pero las punzadas de placer sí que las siento, ya noto cómo se aproxima el vendaval de sensaciones, ya grita mi cuerpo ‘orgasmo–a–la–vista’. Derramo mi angustia, mis complejos, todo mi odio y todo mi amor dentro de ella. Sigue fría, sigue estática, casi ausente. Diría que ya no está. Pero su belleza perdurará en mi corazón y en las paredes de mi galería, junto a otros retratos, junto a otras mujeres.

Texto: Roberto Silván