Casi parece haber pasado una eternidad desde la última vez que mis pies pisaron el glorioso suelo de la Ciudad del Jazmín. Pero no han pasado siquiera doce lunas desde que mi mano dibujó un adiós en el aire claro de la bella Damasco.
La misma mano –un año más vieja–, se levanta hoy en Bab al-Jabiya, a la entrada del zoco, para saludar a mi gran amigo Agib. Allí me recibe desde hace años, con su sonrisa amplia y su agitado deseo de ponerme al día. Lo noto en la alegría de sus ojos. Es tanto lo que quiere contarme que las ideas se le tropiezan unas con otras. Y eso provoca que su mirada centellee como una estrella en la noche oscura de esta ciudad que tanto amo.
Me abraza, me besa y, para mi sorpresa, se disculpa:
–La paz sea contigo, querido amigo, ha surgido un terrible imprevisto y la urgencia por resolverlo me impide recibirte como deseo y te mereces. Deja que mi gente se ocupe de tus camellos y de la mercadería. Ve a mi casa, lávate, come cuanto quieras, descansa de tu larga travesía y esta noche, cuando la luna ilumine mi ciudad, nos reuniremos para hablarnos.
De ese modo he llegado a su casa, tan modesta en el exterior como lujosa de puertas adentro, suntuosamente revestida de tapices y con un patio interior que siempre me ha cautivado. Tiene en el centro un estanque rematado por seis leones bañados en ocre dorado, y de sus temidas fauces brotan chorros de agua que al trenzarse con los rayos del sol parece como si vomitaran perlas y pedrería.
–Mi padre siempre dice que este patio te tiene atrapado –estoy tan absorto en el estanque que no he notado la presencia de Amina, la hija de Agib–. Y la verdad es que cada vez que te veo aquí te cambia la expresión. Aunque, esta vez, parece que has visto a un efrit...
No he visto a ningún efrit pero su belleza me ha erizado los pelos de la nuca. Todavía es una niña pero en este largo año sus formas han adoptado el significante de mujer. Sus pechos han florecido y se ocultan bajo la ropa como granadas gemelas. Sus caderas se agitan a su paso como bellas anémonas en el fondo de los mares. Sus ojos de gacela me acechan mientras se acerca despacio, flotando sobre el suelo plateado del patio.
–Claro que no has visto a ningún efrit. Estás abrumado porque aquella niña a la que rechazaste la primavera pasada se presenta ante ti convertida en mujer –me señala mientras da vueltas a mi alrededor deslizando su delicado dedo índice sobre el contorno de mi pecho y de mi espalda.
–Amina, yo…
–No, no quiero que hables hasta que te diga lo que llevo cien y una noches ensayando –me interrumpe posando sus dedos en mis labios–, lo que ansío expresar desde que mis pechos han conquistado el tamaño de tus manos, desde que mis entrañas están preparadas para que las llenes con la delicia de tu alfanje.
Me viene a la memoria mi anterior visita a Damasco, aquella última mañana en la que Amina se adentró en mis aposentos y desperté con sus manos calmando la curiosidad entre mis sábanas. Aquella mañana en la que tuve que reprobar su conducta y lastimar su frágil autoestima infantil, la misma autoestima que hoy me exige cuentas.
–Siempre te vi como al que todas deseaban y al que ninguna jamás pudo tener. Recuerdo a las sirvientas de mi padre saliendo de tus aposentos, ahogadas en sollozos. No lloraban porque no las penetraras sino porque después de saciarte de su manteca, después de devorar su miel, después de entregarles tu leche, ya sólo querías que abandonaran tu lecho. Entraban en él creyendo que las llevarías en tus expediciones por tierras lejanas y sólo conseguían el viaje a la luna de tus besos. Y lo sé porque os espiaba, me ocultaba en la oscuridad y contemplaba cómo las atravesabas con tu espada de carne y sangre.
En ese punto me empuja y caigo sobre el diván. Se postra de rodillas ante mí y serpentea lentamente sus manos sobre mis muslos mientras menea las caderas retorciéndose.
–Fui, en secreto, –prosigue–, fiel espectadora de aquellas noches de pasión, sintiéndome una de esas mujeres, pellizcando mis senos aún latentes mientras tú lamías sus pechos maduros. Me imaginaba siendo tu esclava, dispuesta a que me cabalgaras a tu antojo, vivía soñando contigo desde que amanecía y soñaba viviendo en un cuento hasta que caía la noche. La mañana que me sorprendiste en tu alcoba no era la primera vez que me deslizaba entre tus sábanas. Rocé tantas auroras tendida en tu cama... Aprovechaba que caías rendido tras tus encuentros con aquellas damas y me tumbaba a tu lado y fantaseaba con que te recreabas en la frescura de mis carnes, en la estrechez de mi vulva, en la redondez de mis nalgas.
De pronto se oyeron voces a la entrada de la casa.
–¿Qué son esas voces? –pregunto sobresaltado.
–Son las carcajadas de Alá regocijándose porque ya no me rehúyes –contesta Amina incorporándose entre risas–. Más tarde –prosigue en voz baja para que no la oiga la voz que se acerca al patio–, cuando reine la calma en la casa de mi padre, iré a tu encuentro. Y, por favor, no juegues más al escondite conmigo. Tengo un final feliz para este cuento. Empieza en nuestras bocas y acaba en mis caderas.
–Queridísimo amigo, la paz sea contigo –me desea Agib entrando en el patio–, espero que mi hija no te esté aburriendo con sus historias de príncipes y princesas.
–Para nada padre mío, estoy segura de que tu amigo da gracias a Alá el Altísimo por mi hospitalaria compañía –le contesta mientras abandona la estancia sonriendo y guiñándome un ojo.
Texto: Roberto Silván
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