El título de este texto dice bastante pero oculta, entre sus letras, todo lo que no quiero que sepan de mí. Soy costalero, soy sevillano. Si no entienden lo que eso significa quizá deberían graduarse la vista. O el corazón…
El orgullo de haber nacido en esta ciudad no hace falta estamparlo en una camiseta ni gritarlo a los cuatro vientos. Los cuatro vientos ya lo saben porque se topan con sus huellas de eternidad cada ratito que surcan las calles de mi Sevilla.
Pero cuando cojo el costal y la morcilla, cuando me hago la ropa, no estoy viviendo una afición, estoy respirando un sentimiento con olor a azahar, la solemnidad, el recogimiento, el total convencimiento de que la trabajadera está impregnada con el sudor del Señor y las lágrimas de Nuestra Madre. Si no de qué voy a meterme yo debajo de un Paso. No diré mi nombre ni mencionaré mi Hermandad pero que se me hunda la séptima vértebra cervical si lo que aquí escribo es mentira.
Ayer tocó ensayo por la tarde. Después de vaciarnos por completo, algunos de la cuadrilla nos fuimos a reponer fuerzas. Cómo me gustaría poder decir el nombre del restaurante al que vamos tras los ensayos. No nos pilla cerca pero, por el trato que siempre nos dan, merece la pena desplazarse hasta allí. Qué bien nos dieron de cenar, qué bien nos dieron de beber. No es de extrañar que tenga hoy el cuerpo como lo tengo... Pero por las noches jamás siento vértigo. A esas horas, nunca recuerdo asomarme al precipicio de la consecuencias. Y al pagar la cuenta, descubrí que me había olvidado la cartera en el bolsillo de la chaqueta que dejé apoyada en un banco de la iglesia. Como era de esperar, la iglesia ya estaba cerrada. Así que le pedí al capataz que me acompañara hasta allí.
–Ni de coña, yo a estas horas no voy hasta allí, que me pilla justo al lado contrario.
–Pero, bueno, si sólo son las once y media. A ver, que tengo todo allí. No sólo la cartera; también tengo las llaves del coche y mañana tengo que ir a currar –le supliqué.
–Pues te doy las llaves y te vas tú solito. Ya te digo que yo no voy hasta allí ni de coña.
Y con las llaves en mi poder, con el aro del llavero dando vueltas alrededor de mi dedo índice, caminé sobre la alfombra a la que me subo cuando bebo sin sed, por esas callecitas tan estrechas, bajo el manto de estrellas que esta primavera oculta en su empeño de no dejarse arrastrar por el verano, aferrándose todavía a los fríos brazos del invierno.
–¿Adónde vas tan ensimismado? –me sacó del trance una voz del pasado–. Chico, ¡cuánto tiempo sin verte!
–¡Coño, Magda!, pues sí que hace tiempo que no nos vemos, ¿cómo estás? –me acerqué para besarla. Si la pregunta no hubiera contenido una curiosidad por su estado de ánimo podría habérmela ahorrado, porque se veía perfectamente cómo estaba. No la veía desde la facultad y si ya en aquellos tiempos perdía el hilo de las clases absorto en su cuerpazo, ahora podría perder el carrete entero.
–Bien, muy bien. Justo me pillas con la alegría de haberme tomado un par de vinitos con las amigas. Pero las muy cobardes han huido en el momento de empezar con las copas.
–Vaya, yo también vengo de cenar con la cuadrilla... Y sí, también soy un cobarde.
–¿Con la cuadrilla?, ¿qué cuadrilla? –me preguntó con la curiosidad colgada en el entrecejo.
–La cuadrilla de la Hermandad. Soy costalero...
–¡No me jodas! ¿Tú costalero? No te pega nada. Pero si tú eras un golfo en la universidad.
–Bueno, una cosa no quita la otra. Y no era tan golfo –respondí fingiéndome indignado.
–Es verdad, golfo no. ¡Tú eras un cabrón!
–Pues lo estás arreglando...
–Anda, tonto, que te estoy tomando el pelo. Pero un poco cabroncete sí que eras. Porque te tiraste a todas las de mi grupo menos a mí. Y eso te convierte en un cabrón. Uy, un cabrón... ¡un cabronazo!
–Pero me lié con ellas porque tú no me hacías caso –contesté siguiendo su juego.
–¿Que no te hacía caso...? Pero si me pasaba la mitad de las clases mirándote...
–Pues sería la mitad de las clases en las que yo no te ojeaba porque jamás te pillé mirándome.
–Dios mío, estamos ante un verdadero drama. ¿Te das cuenta de que nuestras vidas podrían haber sido totalmente distintas? Ahora podríamos estar, no sé, casados y con tres hijos –señaló revoltosa–. Y sin embargo –continuó–, aquí estamos, dos almas solitarias en la noche, porque tú estás soltero, ¿verdad? –asentí con la cabeza–. ¡Esto hay que celebrarlo! –enredó su brazo con el mío y me invitó con la mirada a iniciar el paso.
–Me parece perfecto. Pero antes tengo que ir a la iglesia a por mi chaqueta.
–No voy a una iglesia desde... perdona, no tengo memoria suficiente para recordar cuándo fue la última vez que pisé una iglesia. Así que no hay mejor momento ni mejor compañía para hacerlo. Bueno, cuéntame, ¿a qué te dedicas? –me preguntó mientras caminábamos, agarrados del brazo, como si nos hubiéramos visto por última vez el día anterior.
Llegamos a la iglesia poniéndonos al día de nuestras vidas y bromeando sobre la idea de lo que pudo ser y no fue. Abrí la puerta, entramos en el silencio del templo y atravesamos la oscuridad sólo interrumpida por la luz que entraba a través de las cristaleras que adornan el altar. Magda se aferró a mí, sentí una leve corriente de energía que salía de su cuerpo y se alojaba en el mío, esparciendo su fuerza desde el estómago hasta la garganta. Alcanzamos el banco en el que descansaba mi chaqueta.
–Espera, vamos a sentarnos un momento, que me están matando los tacones –me dijo en voz baja mientras se dejaba caer en el banco–. Estoy subida en ellos desde las cuatro de la tarde. Pero siéntate, tonto, que te has quedado ahí parado como una estatua.
Me senté a su lado y observé con asombro cómo se descalzaba. Se giró hacia mí y, levantando los pies, los apoyó sobre mi muslo.
–No sabes lo bien que me vendría un masajito –dijo suplicante, poniendo cara de perrito faldero.
–No creo que sea muy apropiado...
–¿Cómo que no? Hace mucho tiempo que no vengo a la iglesia pero recuerdo perfectamente que Jesús lavó los pies a sus discípulos. ¿No vas a poder tú darme un inocente masaje?
Sus palabras no me convencieron pero la corriente de energía volvió a hacer su efecto y activó mis manos que, en un segundo, se hicieron esclavas de sus pies. Los ojos ya se habían acostumbrado a la tenue luz que traspasaba las cristaleras e incidía sobre nosotros con sus oscuros colores. Ya podía percibir la piel que quedaba desnuda entre sus medias y el vestido. Levanté la vista hacia sus ojos y descubrí que había notado dónde se había posado mi mirada.
–¿Ves cómo eres un golfo? –me preguntó desafiante, con los labios retorciéndosele en la sonrisa. Cogió mi mano y la colocó en esa mágica superficie de piel, frontera entre la imaginación y el sueño hecho realidad, tierra de nadie, tan suya y en ese instante tan mía.
Sentí que las yemas ardían en el contacto. Estaba tan caliente que quise que se chamuscaran recorriendo el camino hacia su ingle. Pensé que su coño podría ser la puerta del infierno y avancé como el que vende el alma al diablo por unas míseras migajas de gloria. Pero esas migajas eran, en ese momento, todo lo que quería; no había nada en el universo que pudiera apartarme de ese deseo. Y por eso alargué el movimiento hasta encontrarme con el borde de su tanga. Serpenteé la mano para sortear ese primer obstáculo que me separaba de su paraíso en llamas y enseguida hallé lo que buscaba. Un ligero roce bastó para que las cutículas se me empaparan de sus ganas transubstanciadas en flujo bendito, néctar sagrado que incitaba a mis dedos a bañarse en las profundidades de su miel. Ni siquiera lo pensé, sólo actué, el índice y el corazón perdieron la cabeza y se hundieron en el averno húmedo y abrasador que Magda me ofrecía en el banco de la iglesia donde fui bautizado, donde comulgué y me confirmé. Si tuviera que incluir un nuevo sacramento, éste sería sin duda uno de ellos, para mí el primero, al que acudiría sin falta y puntual. Moví los dedos en su interior, masajeando suavemente, dibujando círculos, doblando las falanges para acariciar esa parcelita rugosa que estremece a las mujeres, a las sirenas, a las diosas. Y por supuesto a Magda, que se agarraba al banco con la mano izquierda para no caerse del mundo mientras se mordía la mano derecha y giraba la pelvis lentamente, al compás de mi mano.
–Sigue, hazlo más rápido, un poco más, estoy a punto –sus susurros rompían el silencio y al cambio de mi ritmo empezó a moverse más violentamente. Los suspiros casi eran rugidos–. ¡Dios!, ¡me voy!, ¡me voy!, ¡Jo-o–o–der!
De pronto sonó una puerta y la luz de la sacristía resucitó. Miré a la derecha y el único refugio que encontré fue el confesionario. Eso no podía estar pasándome a mí. No era la primera vez que me ocultaba allí. De niño me escondía con mi prima en la cabina destinada al sacerdote y jugábamos a confesarnos el uno al otro. Ella siempre me mentía y confesaba pecados que había visto en la televisión o en la habitación de sus padres. Nos reprendíamos poniendo voz de mayores pero siempre terminábamos concediéndonos la absolución y, de penitencia, nos imponíamos comprarle algo al otro en los frutos secos.
Tapé la boca de Magda que seguía hiperventilando y la arrastré hasta el confesionario.
–¿Qué coño estás haciendo?– me preguntó asustada al entrar en el habitáculo.
–¿Es que no has oído la puerta? Se ha encendido la luz de la sacristía. Hay una puerta al otro lado que da a la casa del cura. Imagino que habrá bajado a... no tengo ni puta idea de qué coño hará aquí a estas horas.
–A lo mejor ha bajado a por vino –especuló Magda reprimiendo la risa.
Mientras intentaba contener la carcajada notó que estaba sentada sobre mi rigidez. A pesar del sobresalto, yo seguía inmerso en las tinieblas de su reciente orgasmo. Empezó a mover el culo de adelante hacia atrás, muy despacio, después en círculos, a pesar del pantalón casi sentía sus labios envolviéndome. Se incorporó, sin darse la vuelta y, pasando las manos por detrás de su espalda, me desabrochó la cremallera, sacó mi erección al borde de la explosión y se dejó caer sobre ella, sólo un poco, lo suficiente para sentir que un mar de fuego me envolvía la punta. Por momentos, giraba su culo sosegada, astuta, endiabladamente. De vez en cuando se hundía en ella y se agitaba como un animal.
–Dios mío, cómo me gusta, –susurró–, no te corras aún, quiero que dure un poco más. Joder, me siento en el cielo. Me encanta follar aquí, dime que vendremos mañana otra vez.
La luz de la sacristía agonizó. Oí la puerta al otro lado cerrándose, asegurando la clandestinidad de nuestro encuentro. Sonreí. A punto de correrme sentí un regusto amargo en la saliva, quizá era un obsequio de la culpa, quién sabe... Cerré los ojos y me dejé llevar pensando que Magda me daría la absolución al terminar.
Texto: Roberto Silván
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