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Negro en Nueva Orleans

Se te quitan las ganas hasta de follar. Ni siquiera el sexo consigue que me olvide de la angustia, la rabia, el bajón de un nuevo no. Lo normal es que los problemas se queden a la orilla del colchón, esperando a que baje la marea de besos, a que termine la orquesta de muelles y jadeos, a que el gatillo del orgasmo dispare la munición de fuegos artificiales. Pero ahora no. Ahora no puedo ocultarme bajo las sábanas del placer, de nada sirve perderme en las caderas de mi mujer.

Cómo huir de algo que está en tu interior, esa voz que raspa el alma y grita en silencio ‘eres-un-fracasado’. Un hundimiento antes de zarpar, antes incluso de subir a bordo el equipaje, abandonado en el puerto, desechado, no apto siquiera como resto de un naufragio. Maletas llenas de canciones, de sonidos que ni siquiera consiguen agitar las telarañas de esta habitación donde me desollo los dedos, deslizándose tristes sobre las cuerdas de la guitarra. Están tensadas, afinadas, pero cualquiera diría que son seis cuerdas flojas sobre las que camino a trompicones, perdiendo el equilibrio, recuperándolo por momentos para acabar, finalmente, cayendo sin remedio a un vacío donde sólo me espera la red del alcohol. Ya no bebo para emborracharme, bebo para seguir borracho...

Y en noches como esta, cuando la luna flota en el horizonte, doy vueltas en la cama, de un lado a otro, encaramado a la incesante máquina del insomnio, atrapado por sus lúgubres garras, aterido por el miedo que me provoca el destino al que podrían empujarme mis sueños. Soñar no es gratis. El precio que pagas es el infierno al que desciendes cuando despiertas. Esa realidad en la que no eres nadie, sólo otro negro hijo de puta que quiere hacerse oír. Pero todos parecen decirme ‘ey-llegarás-lejos’. Mis amigos, mi mujer, la gorda del piso de abajo que me escucha cuando ensayo, mis amantes, los dueños de los locales de mala muerte donde toco por un par de copas. ¡Un par de copas!, eso es lo que valen mis canciones. Y los cabrones están convencidos de que me están haciendo un favor.

¿Y yo?, ¿creo yo en mi música? Ya no lo sé. Más allá de ganarme la vida con ello, más allá de los cientos de locales donde me gustaría actuar, más allá de las copas gratis, de las mujeres esperando en la puerta, más allá de la fama, de la gloria, más allá de todo eso sólo quiero una cosa, sólo quiero que digan ‘ese-tío-sabe-tocar’. Pero tíos que tocan como yo los hay a patadas. Incluso mejores. Y ahí están, en sus casas, pudriéndose en el depósito de cadáveres de los que pudieron llegar a la meta y se perdieron en el camino, tropezándose con las piedras de los críticos, cogiendo carreteras secundarias, embalsamándose en trabajos de oficina. También hay un montón de cretinos que no sabían hacer la o con un canuto y han triunfado. Cogieron la autopista hacia el cielo de las emisoras de radio, de los inmensos clubes. No sé cómo lo hicieron pero están ahí, han llegado al gran público con sus letras mediocres y sus ritmos corrientes. Tantísima gente no puede estar equivocada. O tal vez sí. Quizá, simplemente, no han tenido la oportunidad de escuchar algo que les pueda gustar de verdad. O a lo mejor estoy rematadamente equivocado y mi música es una basura. No sé qué hacer ni adónde ir...

Y en este cruce de caminos me he encontrado esta noche con Ruth, un diablo cubierto de nata, una española adinerada afincada en el barrio francés. Hace meses que nos conocemos, compartimos barra en el pub de Jerry, bebe mientras toco, bebe mientras bebo y sigue bebiendo cuando me estoy yendo. Forma parte del pequeño grupo de borrachos que cada noche alimenta mi ego. Nos hemos refugiado en el baño huyendo de miradas ajenas. Nunca he magreado un coño con tantas ansias. Por delante, por detrás, por fuera, por dentro. Un coño espléndido, de esos que te empapan la mano con ganas de follar, de esos que te empujan a sobarlos con los dedos, con la palma, con el dorso, con la muñeca, de esos que no te basta con llevarte simplemente a la boca, necesitas meter la nariz, restregar la frente, la barbilla, inundarte entero en ese líquido viscoso que no para de manar y manar y manar.

Sentada en la taza del water, con las piernas apoyadas en mis hombros, me ha ofrecido ese coño 'summa cum laude'. He agarrado mi polla a punto de estallar y la he colocado en la entrada de lo que he creído en ese momento que eran las puertas del Cielo, línea directa con los dioses, o al menos, la confirmación, la garantía, la convicción de que existen. Dentro de ese coño está el secreto del mundo, la respuesta a quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.

—¿Adónde vas? –me ha dicho interrumpiendo mi aproximación–, ¿no se te ocurrirá meter esa polla en el mejor coño del Delta?

—Pues es lo que estaba a punto de hacer.

—No tendrás mi coño hasta que dejes a tu mujer –ha refunfuñado colocando sus pies en mis hombros y apartándome de ella–. Yo lo tengo todo. Tengo este coño que sé que estás loco por atravesar con tu polla negra, tengo el dinero suficiente para grabar tu dichoso disco. Se acabaron las actuaciones en tugurios, se acabaron las noches en vela y los días de hastío. Pagaré a quien tenga que pagar para que triunfes, todo el mundo te conocerá. 

Me he mantenido de pie, apoyado en la puerta del baño y ella, todavía sentada en la taza del wáter, sin dejar de mirarme a los ojos, ha cogido con una mano mis huevos, y con la otra ha comenzado a masturbarme. He notado su aliento cálido, sus suaves manos, expertas, resueltas. Su boca se ha acercado a mi capullo. Su lengua, a veces dura, a veces blanda, ha ido paseándose por mi glande, explorando sus pliegues, lamiendo el frenillo. Poco a poco, su mano ha dejado de ejercer presión. Sus labios han tomado el relevo, han rodeado mi erección y han empezado a subir y a descender suavemente. Con su mano libre ha tomado la mía y la ha colocado sobre su cabeza. He acariciado su pelo para que acelere el ritmo y ha entendido mi gesto, acercando su nariz a mi ombligo hasta hincársela casi entera. Ha bajado hasta el fondo dos veces, he notado cómo se atragantaba. La ha sacado de su boca, ha escupido la saliva en mi capullo, y se la ha vuelto a meter otra vez, cada vez más rápido. Se me ha arqueado la espalda y, a punto de correrme, se ha detenido de pronto.

–Sé que si ahora te diera a elegir entre correrte en mi boca o financiar tu disco, elegirías descargar ese semen que está a punto de estallarte en los huevos. Los hombres sois así, tan simples como complejos. Por eso voy a elegir por ti. Sé que te despiertas totalmente aburrido y frustrado, maldiciendo tu trabajo, maldiciéndote a ti mismo. Sé que lo único bueno que crees tener es a tu mujercita, ese bombón de chocolate que, aunque te ama con locura, no termina de verte como lo que eres, un artista. Yo te veo así, eres un príncipe en el escenario. Pero te falta seguridad, te falta un hada madrina que le ponga la magia del dinero a la varita de tu arte. Esa benefactora puedo ser yo. Pero nada es gratis. Y el precio que tendrás que pagar es desprenderte de tu mujer, te quiero sólo para mí.

Y aquí estoy, dándole vueltas al insomnio, sintiendo la respiración calmada de mi bombón de chocolate, pensando en lo que podría haber cambiado mi vida si hubiera dicho sí a la propuesta de Ruth, si no me hubiera pajeado hasta terminar corriéndome en su cara. Algunos pensarán que, aparte de una cerdada y una falta de respeto, ha sido un error para mi carrera. Otros pensarán que, dejando a un lado la infidelidad, ha sido un acto romántico del que mi mujer se sentiría orgullosa. Pero la verdad es que necesitaba correrme. Hay ocasiones en las que mandaría todo a la mierda por una buena corrida. Y ésta lo ha sido.

Texto: Roberto Silván