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Día tres: Y entonces, me acordé de Julián


¡Mierda! Alguien debía haberme robado la maleta mientras las tres Moiras me mantenían retenido en su mundo de sensualidad y misterio. Nunca había sido una persona muy materialista, pero mis pertenencias empezaban a disminuir a un ritmo vertiginoso y, desde luego, no me hacía ninguna gracia.

Un tanto aturdido, pude comprobar que habían pasado un par de horas desde mi primer desmayo. Y sí, llevaba la ropa llena de tierra, justo del mismo color que la del parque donde me encontraba. Y mi libro de la Dra. Smith parecía haber sido pisoteado por algún tipo de animal, que había aprovechado también para mordisquear la cubierta. Y me dolía tremendamente el coxis y el omóplato derecho... Pero un minúsculo tanga blanco me indicaba que nada de eso había sido un sueño y que, efectivamente, ¡tenía una misión de los Dioses por cumplir!

Decidí dedicar unos minutos a reflexionar sobre mi situación, los pasos que debía seguir y trazar un plan que pudiera llevarme hacia el éxito. ¿Debería apuntar todo lo que me habían dicho las tres mujeres? Una nueva vida me esperaba en caso de conseguir completar el encargo y no podía permitirme el lujo de olvidar nada. El Hipster Supremo, un tal Hefner, el fin del mundo, la ayuda de los Dioses y una pista situada justo en mi cara... Debía encontrar un espejo, algún sitio con conexión a Internet y un maldito boli para anotarlo todo. Y tal vez una pistola, o un cuchillo grande, algo que pudiera completar esa protección que los Dioses pensaban otorgarme. Y también debería recopilar todos mis movimientos en un diario, una pequeña libreta que pudiera camuflar dentro de la ropa interior y enviar a un sitio seguro en caso de secuestro o accidente, para que alguien pudiera completar mi misión como en aquella película de...

“Pero, ¿qué estoy haciendo?”. Mientras fantaseaba con mi nuevo destino, unas enormes gotas de sudor caían por mi frente hasta casi dejarme ciego. No tenía ningún sitio para vivir, ni dinero, ni siquiera un teléfono de primera generación. Mis únicas posesiones eran una camiseta totalmente empapada, unos vaqueros sucios, el libro de la célebre Dra. Smith y un tanga blanco de corte brasileño. Estaba destinado a convertirme en el héroe más patético de la historia, si es que conseguía evitar la llegada del fin del mundo... Y entonces, me acordé de Julián.

Si mi memoria no fallaba, el apartamento de Julián quedaba cerca del parque donde me encontraba y podría ser que aún fuera capaz rescatar el número de apertura de la puerta. Durante una temporada, aquel ático con terraza se había convertido en uno de los afters más concurridos de la ciudad. Situado en un peculiar edificio de inspiración francesa que contaba incluso con los tradicionales códigos numéricos de acceso al inmueble, uno podía acudir prácticamente cualquier día del año, siempre bajo la protección de Julián, un joven delgadísimo que solía recibir con caros modelos de alta costura, regalo de alguno de sus múltiples amantes.

Encharcado en sudor, conseguí llegar al dichoso edificio, prácticamente al borde de la deshidratación -¿cuántas veces puede desmayarse una persona a lo largo del día?-. El portal seguía funcionando con el código numérico. Cinco, siete, seis, dos, un chasquido y se abrió la puerta.

Texto: El Hombre Confuso
Ilustración: José Onís