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Día seis: Nunca debe uno fiarse de la vitalidad germánica



Abrí los ojos dentro de una bañera, cubierto de agua hasta el cuello y con las manos atadas. El contundente golpe del libro de autoayuda, además de haberme llevado a un extraño viaje en el tiempo, me había dejado un diente un poco flojo y una brecha no demasiado profunda en la frente.

A mi lado, el fornido rubio meaba despreocupadamente, sin ni siquiera dirigirme la mirada. En realidad, no era tan joven como me había parecido en un primer momento, tenía los ojos muy azules y el cuerpo recubierto de un vello claro pero abundante. A través de la puerta llegaba un parloteo proveniente posiblemente del televisor y un maravilloso aroma a comida. ¿Hamburguesas? ¿Salchichas? ¿Algún tipo de carne a la brasa? Mis tripas empezaron a rugir a tal volumen que hasta el muchacho rubio pareció sorprenderse. Hacía tanto tiempo que no comía nada...

Intenté incorporarme pero sin la ayuda de las manos no era tarea sencilla. Tal vez empujando fuertemente con los pies, o escalando por la cortina con los dientes, o sumergiendo todo el cuerpo, dándome la vuelta y aprovechando la falsa ingravidez para apoyar manos y rodillas... Mientras valoraba todas las opciones, el muchacho rubio se dio cuenta de que algo estaba tramando y con un sencillo golpe de mano me empujó firmemente hacia el fondo de la bañera. Su mano ocupaba más de la mitad de mi pecho y, desde luego, tenía unos ojos preciosos... En cuanto notó que mis músculos se relajaban, cedió en su presión. Sin mediar palabra, se sentó en el borde de la bañera, me miró y empezó a deslizar su mano por mi abdomen, bajando hacia el pubis, dejando en evidencia la negrura de mi vello comparada con su blanca piel. Rodeó mi polla y la aprisionó entre sus dedos. Dejé escapar un grito, aunque la verdad es que me había gustado... “Suficiente Fred. Está visto que, aunque me hayas jurado amor eterno hace escasos minutos, no puedo dejarte sólo. Nunca debe uno fiarse de la vitalidad germánica...” suspiró Julián desde el marco de la puerta, “ahora vete y vístete antes de que llegue la policía”.

“Supongo que habrás venido con el dinero que me debes, ¿es así?”, comentó despreocupadamente, mientras se miraba en el espejo, “sinceramente, hace tiempo que te esperaba. Después de aquella noche planeé una venganza que estuviera a la altura, pensaba dejarte sólo, abandonado, que nadie se atreviera a dirigirte la palabra nunca más, hasta que, absolutamente derrotado, tuvieras que abandonar la ciudad. Sabes que hubiera podido hacerlo, sin ningún tipo de problema, casi sin tener ni que salir del apartamento...”, sus ojos me miraban desafiantes a través del espejo. “Pero, para mi sorpresa, desapareciste y contigo también mi venganza”. Pensé en explicarle lo ocurrido, intentar que viera las cosas desde mi punto de vista, que entendiera que todo había sido fruto del destino, pero no me dio la oportunidad. Con un rápido movimiento, me desató, prácticamente sin tocar el agua. “Sígueme... Y no, no te vistas”.

Tras secarme un poco con una de las toallas más mullidas que nunca había tocado, salí desnudo del baño. No había ni rastro de Fred, ¿dónde se habría metido? Julián me esperaba en la terraza, sentado en una preciosa silla de mimbre de corte Emmanuelle y con el tanga blanco en la mano, ¡mi tanga blanco! Pese a ser una persona un tanto pudorosa, al menos en situaciones corrientes, en aquel momento nada me podía importar menos que enseñar el culo a media ciudad. “Hace un tiempo aparecieron en esta misma terraza tres mujeres voluptuosas, rubias y ataviadas con diminutos bikinis blancos. Las tres hablaban al unísono y se hacía llamar Moiras. Juntos emprendimos un viaje psicotrópico, lleno de esperanza y felicidad, por el presente, el pasado y, sobre todo, el futuro. Desde entonces, mi vida nunca fue la misma y aunque mantuve en secreto aquella aventura, un minúsculo tanga blanco me recuerda que fue real y que nunca debo bajar la guardia. Un minúsculo tanga blanco idéntico a éste”, dijo Julián, “toma asiento y cuéntame qué te ha ocurrido”.

Como pude le expliqué lo que había ocurrido los últimos días, las maletas volando, los desmayos, las Moiras, el Hipster Supremo, mi misión y la imposibilidad de realizarla solo. Le dije que no tenía casa ni dinero ni ropa, pero sí mucha hambre y que si el destino me había llevado hasta su apartamento, debía significar algo demasiado importante como para dejarlo pasar. Estaba prácticamente convencido que mis palabras no le conmovieron lo más mínimo, de hecho, creo que disfrutaba viéndome suplicar desnudo, hablando de hambre y desesperación, pero sabía que el encargo de las Moiras debía cumplirse y, en el fondo, él también estaba en deuda con ellas. Al final, accedió a ayudarme, al menos, en lo que pudiera estar en su mano. De Fred no dijo nada más.

“Entenderás que la pista que te han dado las Moiras no podía ser más sencilla, ¿no?”, mi cara de estupefacción le pareció suficiente, “¿hay algo en tu rostro de lo que sientas especialmente orgulloso y a lo que prestes un cuidado excesivo?”. Claro, ¡la barba!

Texto: El Hombre Confuso
Ilustración: Jose Onis