Pinturas de colores, que bordean una infancia edulcorada con el sabor de que los tiempos pasados fueron mejores, encierran un misterio actualmente en mi mente por considerar que los sueños se instalan en los primeros años de nuestra vida para después convertirse en pesadillas. Es como imaginar un futuro retorcido por los recuerdos de una niñez devorada por el placer de una nostalgia melancólica. Es la infancia el sitio de mi recreo –palabra de Antonio Vega- donde posiciono mi madurez.
A principio de los noventa quedé impresionado por una joven adolescente llamada Laura Palmer. Un ser totalmente consumido por su dolor. Siempre pensé que la madurez iba a producirme un malestar congénito general, pero estaba totalmente equivocado. Ahora es cuando veo con más claridad el presente si lo proyecto sobre una infancia imaginada. Con solo diez años de separación aparece, en el imaginario colectivo, la cara opuesta de Laura Palmer: Amélie Poulain. La verdadera imagen real de la inocencia del siglo XXI.
No obstante, es en el cine animado donde reaparece el dulce sabor de la idealización de arquetipos de hombres y mujeres que aspiran a consolidarse como dobles de Peter Pan. Y no en el cine real, Palmer y Amélie son la cara macabra de una misma moneda, una transición al mundo de los adultos expiada por dos caminos distintos y que son el dolor y la fantasía. Dos opciones que liberan una misma tensión: salir de la intimidad propia para posicionarse en la esfera de lo social.
El estudio de animación Pixar es víctima y culpable de una apreciación de las poluciones cinemáticas desde un punto de vista peculiar, cuyo fenómeno social radica en entender la infancia como un lugar mágico de los sueños de los adultos. Y esto es sinónimo de NO QUERER CRECER. Borra y difumina premeditadamente el espacio que media entre uno y otro y si no existe una transición, la confusión es brutal. Sus películas son sospechosas de perseguir una infancia (entiéndase esto como inocencia), cómplices de un autoengaño formulado con las buenas intenciones de la filosofía del american way of life.
Desde la saga de Toy Story hasta Buscando a Nemo, pasando por Up, ponen un acento muy marcado en hallar la huella de una identidad aplazada en la aurora de un pasado idealizado. Películas que marcan el shock de un futuro de una sociedad desquiciada por la búsqueda del sabor del buen recuerdo, reteniendo en una neblina simulada una negociación frustrada entre la infancia y la fantasía. Aspectos que, unidos a las teorías de Jean-Jasques Rousseau (“el hombre es bueno por naturaleza”), reinventan desde una memoria de un dibujo animado (cartoon) la capacidad de reelaborar el pasado con una mirada optimista. Porque desde la ciencia de la psicología se mantiene que la memoria es selectiva y los humanos tendemos a seleccionar aquello que nos transmite satisfacción.
Monster, S.A., Los Increíbles o Ratatouille, rondan la infancia desde un aspecto sublimado pero no realista. Introducen en su narrativa interna el sueño como mecanismo de defensa en la experiencia vital.
Hemos pasado, en tan solo un siglo, de la no protección de la infancia, a su defensa a ultranza como un derecho natural en las sociedades modernas.
El cine de animación de la factoría Pixar tiene como objetivo testimoniar el espejismo de un mundo adulto que se precipita al vacío, al considerar lo real desde una perspectiva imaginaria donde la palanca de apoyo en el recuerdo afianza las relaciones humanas sin ser perversas ni malvadas.
Toy Story es la historia en tres películas del abandono del objeto de deseo de un niño (sus juguetes) hasta su partida a la universidad. Buzz Lightyear y Woody representan el punto de anclaje del recuerdo de un mundo a punto de extinguirse y hacen lo imposible para que nada cambie (permanecer al lado del cariño de su dueño). No hay prueba más inolvidable para una persona que el momento de abandonar a sus juguetes para jugar con “otros”, los propios del mundo adulto.
Con Wall·E se busca la idea de amor idealizado y romántico, poco realista. Un síntoma donde la emoción no ha madurado. E igualmente ocurre con Cars, un protagonista niño-coche que, como buen infante, no tiene empatía social, ni ve más allá de su propia mirada.
En las películas de Pixar, ambas realidades se confunden, todas sus historias se centran en la versatilidad de las esferas de los adultos y de la infancia. Se contaminan hasta llegar a una lucha encarnizada donde no se sabe muy bien donde acaba una y comienza la otra. Por esta razón impactan tanto, porque prolongan, mimetizan y proyectan esa idea tan extraña que dice: “busca al niño que habita en ti”; una excusa para declinar responsabilidades, además de formalizar una estructura en el pensamiento moderno de buscar en la inocencia (pureza) todo principio de verdad.
En un mundo repleto de gente que tiene terapias psicoanalíticas y sesiones interminables de regresiones a la infancia es lógico pensar que el yoísmo narcisista contemporáneo y occidental necesite de una buena dosis de imágenes que nos trasladen a los brazos de papá y mamá.
Sobre ese flashback visual asistimos al redescubrimiento de un lugar seguro que nos transmite los espacios reconocibles de lo familiar. Olores de una niñez, juegos que emulan confianza, juguetes táctiles y suaves, ambientes cálidos y tranquilos. Un síntoma de una enfermedad de este tiempo y que todo ser humano posee, es la incapacidad de cuestionarnos frente al espejo de la vejez, una y otra vez.
Te echo de menos Laura Palmer.
Texto: Ángel Román
Ilustración: Francisco Iglesias
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Ángel Román es productor cultural y consultor empresarial para proyectos tecnológicos. Especialista en nuevos medios y sociólogo de la moda. Ha publicado varios libros sobre ensayos de cine, arte y marketing digital. También es formador en social media y un apasionado de los nuevos modelos de negocio digitales.
Además está interesado en añadir valor a lo intangible en los productos y servicios de las Industrias Creativas y Culturales.
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