
A alguien el poema le pareció brusco. Y así se juzgó Howl por eso del buen gusto, y el que se sintió ofendido y pensó que qué estupidez tan depravada dejó claro que de eso no tenía, pero ya se sabe que para bien nos suele gustar más lo (casi) prohibido. Un despiste lo de morder la manzana. Y así, a posteriori de un juicio para el que demanda, por supuesto, perdido, coge el poema y no se le ocurre otra cosa que hacerse más famoso todavía…, qué esperaban. Imagina haberte preparado entonces a leerlo y a punto de dar el mordisco das con eso de “Remánguense las faldas, Señoras mías, vamos a atravesar el infierno” y ya sientes lo bien que sabe sin probarlo todavía; entonces, con sumo gusto, te lanzas adelante y no solo lo disfrutas, lo pasas de maravilla. Qué esperaban.
Es diciembre y aunque no llueva el cielo está teñido de gris una mañana de un domingo cualquiera, y a lo lejos ves a Toni Servillo cruzar las piernas con clase, envuelto en blanco y con chaqueta amarilla, en lo que debe ser alguna cartelera de un cine que últimamente entre fundidos parpadea, porque te extraña pensar que vaya estampado al culo de un autobús de esos que hoy ni llegan hasta Tirso de Molina. Por eso de que sea Madrid, un domingo cualquiera. Entonces piensas bostezando, a propósito de que los sábados cuando anochece se alargan, en si a última hora te dará tiempo a entrar a la sala a ver La Gran Belleza, y antes de que te dé tiempo a cerrar la boca, tuerces la esquina, y a la derecha queda el mercado que grita a colores La Latina. Más gente de la que suele, roza tus hombros en una dirección y otra, y en la Plaza de Cascorro los tenderetes muestran desde gorros a pulseras, desde muñecos de alambre hasta libros, cucharas, cuchillos, entre chaquetas de pana y antigüedades grandes, pequeñas, de bolsillo… Y un chico de pelo largo y pañuelo de pirata rasga un ukelele mientras canta y algunos dejan monedas y pasan de largo, y otros simplemente miran, y El Rastro está a rebosar: de olores, de gente, de todo; y así da gusto pasear cuando lo normal se ha convertido en andar solo.
En uno de los cientos de tenderetes se venden libros a dos euros, y uno muy fino lleva por título Howl y otros poemas y la firma de un tal Ginsberg. Y muchos años después de que a alguien le pareció brusco, depravado, estúpido…, para el disfrute de muchos, se sigue leyendo. Qué esperaban. Y aun así, todo parece normal hasta que, cuando estás a punto de salir del meollo, chocas en una esquina con un conglomerado de gente que no concibes como lógico. Así, tan concentrado, entre chasquidos y aplausos tras varios golpes melódicos, y te pones de puntillas y más allá de moños, calvas, y sombreros de fedora, coincides con el resto de miradas, que apuntan todas a cinco tipos concretos. Cinco tipos con cara de buenos amigos que hacen gestos poco lógicos, pero para entonces ya todo parece fuera de cualquier lógica porque tu pie derecho se agita al ritmo que una señora vestida de negro se contonea juguetona, y los cinco tipos hacen que todo el que pase por la calle se quede, sin necesidad de mirar atrás, de piedra. De piedra solo unos segundos, porque luego en seguida, entre el calor de tanta gente y el sonido de platillos, te descongelas, y cuando te quieres dar cuenta estás bailando con esa señora, has caído conquistado, poseído, y así te contoneas, sin remedio, como si la flauta de El flautista de Hamelín, sin río, sin cueva, sin truco, silbara una mañana de diciembre en pleno Madrid como si de otro domingo cualquiera se tratase.
Lo normal sería preguntarse quiénes son aquellos tipos pero la primera hora la pasas en trance y la segunda embobado. Y hasta que no desconectas gracias a un descanso no te enteras ni de que ha empezado a llover ni de que te estás empapando. Ellos tocan y tocan, y venden discos, y la gente echa monedas a un sombrero que descansa boca arriba sobre una funda de guitarra, y venden discos y discos, y la gente pide discos, y escucha, y ellos tocan y tocan, y desde que te atrapa su pose, su estilo, su sonido, deja de importar el frío. Divertidos, animados, las letras que cubren los CD´S dictan Jingle Django, y así se presentan, como un colectivo internacional de música callejera nacido en Madrid y a veces tocan dos, y a veces tres, y a veces cuatro si no son cinco. Divertidos, con cara de simpáticos canallas y gestos de entrañables comediantes, interpretan sus temas más allá del vibrar de los platillos y tambores, de guitarra, de tuba, acordeón y clarinete; gesticulan, bailan, hacen formación y de repente cantan. Vuelven mudo al público improvisado entre adoquines y baldosas que se deja seducir por un swing de cuento de hadas, suave y alegre, y ¡zas! frenético, así como consiguen hacer que más de una treintena de personas estalle en aplausos y carcajadas.
Y tú hace mucho que estás hipnotizado, contoneándote juguetonamente con la señora de negro cuando tú nunca bailabas. Por eso de que los tipos duros no bailan, pero cualquiera sucumbe a esta belleza de espectáculo, de concierto callejero. Porque ellos son músicos de calle y hacen música para las calles, y como con el chico del ukelele, algunos echan monedas y pasan de largo, y otros simplemente miran, y muchos otros caen prendidos de su encanto y se decantan por combatir el frío entre aplausos. Porque la música es música en la calle o en la capilla Sixtina, y siempre para algunos buena. De igual modo que unos aprenden a tocar en una escuela, muchos otros lo hacen en la calle, y díganle a alguien que coge un saxofón por segunda vez que toque un solo que suene a Coltrane y se encontraran con que raramente les complace; qué esperaban. E igual tras dos años en la calle no es Coltrane, pero toca como para hacerle sonreír a uno, y seguro que algún tipo duro, disimuladamente, se contonea. Qué esperaban. Como los cinco tipos fabulosos que cada mañana de Rastro a cientos de personas que pasan por delante les alegran la mañana más de lo que imaginaban; y seguro que cuando solo sumaban Sol con La entre compases tartamudos, seguro, que ensayaban en las calles. Y con un sombrero delante, tumbado boca arriba, nadie obliga a nadie a echar monedas, si no que el que alegremente quiera darlas, será porque está dispuesto a pagar por su disfrute. Y de eso se trata. Por eso, cuando ahora de repente a alguien le ha parecido brusco que el que no sepa o lo haga mal, a su juicio probablemente equivocado, toque en un lugar de todos y de nadie con sombrero por delante, uno camina por la calle con el oído más fino, y aunque suene un riff desafinado se sonríe, agita el pie, y chasquea los dedos, por el placer de que la música acompañe, también en la calle, cuando lo normal parece haberse convertido en andar solo. Porque, como en La Gran Belleza, al final, es solo un truco. Esperen dos años, que igual el desentonado les sorprende. Qué esperaban. Con lo que nos gusta para bien lo (casi) prohibido…, ya verán, ya verán…, en poco tiempo habrá más música para las calles. Que la disfruten.
Texto: Antonio Mérida Ordás
Fotografías: Geraldine Méndez
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