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Día cuatro: Un tremendo calor empezó a recorrer mi entrepierna

Julián seguía guardando la llave debajo del tercer buda dorado que adornada la entrada de su casa. No tenía muy claro qué iba a decirle, ni siquiera si se acordaría de mí, pero algo me decía que era la única persona que podía entender mi misión.

El ático había cambiado bastante desde la última vez. Todo estaba más limpio y mucho más ordenado, no quedaba ni rastro de aquellas continuas fiestas. Sillas de mimbre, mesas bajas de madera, decenas de libros apilados en estanterías flotantes y hasta unos frescos abstractos pintados directamente sobre el techo. Un gato de pelo largo y pomposo miraba desafiante desde el marco de la ventana y un sugerente olor a flores inundaba el apartamento. Empecé a tener dudas acerca de mi propósito, ¿y si Julián había cambiado tanto como su ático?, ¿qué pensaría al encontrarse con un desconocido sudado y algo maloliente en su salón?

Unos golpes secos salían de la habitación del fondo, lo que anteriormente era el vestidor donde Julián guardaba su colección de alta costura bajo llave, pues eran pocos los elegidos que tenían el privilegio de admirarla. Me armé de valor y, mientras ensayaba mentalmente mi presentación, empujé la puerta de la habitación. “Hola... no sé si te acordarás de mi... solía venir mucho con Jill, aquélla chica que decía ser la hija ilegítima de un famoso director de cine... Necesito ayuda y tu eres la única persona que puede entenderme... Si me das unos minutos, intentaré explicártelo todo... No, no llames a la policía, por favor”. Los nervios presionaban mi garganta y empezaba a pensar que no podría articular palabra, ni mucho menos algo que sonara convincente. No obstante, no me hizo falta.

La habitación, bien iluminada por el sol que entraba por la terraza, estaba presidida por una enorme cama donde un fornido muchacho rubio, con unos bíceps contundentes, penetraba suavemente a Julián que, pese a la postura, pude observar que no había cambiado nada. Seguía siendo extremadamente delgado, seguía llevando el pelo largo y se había dejado crecer un fino bigote. El muchacho rubio resoplaba mientras empujaba rítmicamente las caderas hacía el culo de Julián, que gemía de una forma bastante sensual. Parecía que ninguno de los dos se había percatado de mi presencia, así que aproveché para mirar un poco. Había visto a Julián desnudo centenares de veces, le encantaba terminar las noches sin ropa, paseando por su ático mientras despedía a todo el mundo -o a casi todo el mundo, ya que siempre había alguien que se quedaba-, pero el muchacho rubio era un auténtico espectáculo, digno de admirar, tocar y hasta morder. Un tremendo calor empezaba a recorrer la zona de mi entrepierna...

De pronto, aceleraron el ritmo hasta llegar al orgasmo. El muchacho rubio cogía a Julián por los hombros, mientras intentaba mantener el equilibrio y la velocidad. Lanzaba cortos gruñidos y resoplaba, cerraba los ojos y el sudor le caía por el cuello. Pensé que podría destrozar la cama con el solo movimiento de su pelvis, de hecho, igual podría hasta destrozar el edificio entero. Julián gemía cada vez más fuerte, alcanzando unas notas tan agudas que parecían fingidas. Una última embestida y ambos cayeron exhaustos sobre la cama. Entre los nervios y el calor, me faltaba el aliento, pero debía escaparme rápidamente, así no podía plantearle nada de mi misión. Retrocedí poco a poco, rezando para que el maldito gato siguiera sentado en la ventana. En cuanto perdí de vista la cama, me dirigí veloz hacia la puerta casi sin respirar. Menos mal que el apartamento era pequeño...

“Esperaba unos aplausos, unas felicitaciones o al menos, un par de cigarrillos”. Mi corazón se paró en seco. Julián me observaba desde la puerta de la habitación, con mi libro de la Dra. Smith en la mano. “Siempre me he considerado un exhibicionista, un animal del espectáculo, una estrella digna de admirar, y desde luego, no eres el primer desconocido que aparece en este apartamento atraído por el misterio, dispuesto a dejarse seducir... Nada de esto me incomoda pero esperaba, al menos, poder verte la cara”. Tenía la puerta a escasos centímetros de mi mano, dudé entre darme la vuelta o salir corriendo, pero en realidad, únicamente tenía una opción.

Miré a Julián fijamente a los ojos. “¿Tú? ¡Tú! ¡No puedo creer que te hayas atrevido a volver después de la última vez!”, gritó mientras el libro de la Dra. Smith me golpeaba tan fuerte la cara que perdí el conocimiento durante unos segundos...

Texto: El Hombre Confuso
Ilustración: José Onís