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Día cinco: Así estás más guapo

Una espesa neblina cubría el suelo hasta la altura de mis rodillas. Todo a mi alrededor se había vuelto oscuro, frío y triste, como si la Nada hubiera arrasado la Tierra. Empecé a temer por mi vida, a ver si esta vez me había muerto de verdad...

Morir golpeado por un libro de autoayuda, pese a ser una auténtica paradoja, era la forma más lógica de terminar el día. No debía haber tentado tanto a la suerte. Avancé torpemente en la oscuridad, hasta que mis ojos se acostumbraron a la falta de luz y pude distinguir un pequeño claro entre tanta niebla. Un círculo perfecto se abría en el suelo, incitándome a mirar, incluso a saltar. ¿Qué más podría pasarme? Me arrodillé, contuve la respiración y metí la cabeza en aquel improvisado mirador.

De golpe, retrocedí unos seis años. Me vi a mi mismo, más delgado, sin barba y con un peinado como cardado por delante, bailando en el ático de Julián. Llevaba unos pantalones blancos bastante ceñidos, una camisa de manga corta con motivos de flores, unas chanclas de color verde y, desde luego, ningún tipo de ropa interior. Vi como mi amiga Jill me metía una notita en el bolsillo trasero y se marchaba acompañada de una rubia que no me sonaba de nada. En el sofá, un grupo de cinco o seis personas charlaban animadamente, poniendo orden al mundo y fumando de forma compulsiva. De vez en cuando soltaban unas grandes risas, esperando atraer toda la atención aunque, realmente, nadie les miraba. Un jovencito canturreaba en la terraza, un par de chicas admiraban el tatuaje de una tercera y unos chicos muy borrachos se dedicaban a robar todo lo que encontraban y, si era brillante, mejor. Yo, mientras tanto, seguía bailando sin enterarme de nada.

Julián hizo su aparición estelar, con un vestido blanco y unas cadenas doradas recorriendo su cuerpo, balanceando una perfecta melena de puntas rubias mientras, con una gran sonrisa, recibía los aplausos de todo el mundo. Siempre realizaba el mismo ritual, esperaba unos minutos a que cesaran los aplausos y recorría el apartamento, saludando a cada uno de los presentes hasta llegar al sofá que, previamente, había sido desalojado. Con la espalda muy recta y los ojos entornados ofrecía un discurso que, normalmente, copiaba de alguna película, cuidando la entonación y las pausas, sabiendo que, en ese preciso instante, todos, todos, le adoraban. Esa noche tocaba el de las escaleras, un clásico.

En cuanto terminó el speech, fui corriendo al baño. El jovencito que canturreaba acababa de entrar pero, viendo mi cara de apuro, me indicó que pasara con él. Me dijo que se llamaba Víctor y que había llegado a la ciudad dispuesto a grabar una maqueta. Trabajaba en una tienda de ropa, en un restaurante y como guía en un museo, apenas dormía y odiaba el verano. Leía mucho pero no sabía cocinar ni conducir. No soportaba a la gente que hablaba alto ni a los electricistas. Me preguntó si hablaba demasiado, pero le dije que no y me puse a mear. Me contó que esa noche le habían propuesto sexo a cambio de dinero en dos ocasiones, que se había encontrado un anillo en forma de león tirado en la calle y que casi no tenía amigos en la ciudad. “Pensarás que estoy loco o que quiero acostarme contigo, pero ¿me acompañarías el lunes a un concierto?”. Al alcohol que regía mis pensamientos le pareció una buena idea y le dije que sí.

Víctor me desabrochó un botón de la camisa antes de salir del baño. “Así estás más guapo” y me dispuse a tambalearme por el pasillo. Tropecé con cada mueble, con cada persona, incluso terminé tropezando conmigo mismo. Me detuve un segundo en la puerta de la cocina, respiré hondo, apreté los glúteos, levanté la cabeza y me dispuse a salir dignamente de aquella fiesta, ¡cómo deseaba estar ya en casa! Fijé la vista en la salida, sin importarme qué ni quién se interpusiera en mi camino y avancé rápido... tanto que terminé golpeándome contra la mesa, dando una sorprendente voltereta y lanzando un espeso y generoso chorro de vómito que fue a caer sobre el vestido blanco de Julián.

Un grito iracundo inundó el ático mientras yo permanecía inconsciente sobre la alfombra...

Texto: El Hombre Confuso
Ilustración: José Onís