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Día siete: En busca de la secta de las barbas hirsutas

Nunca me había considerado un hombre atractivo, ni tampoco un adefesio, la verdad. Sabía, como todo el mundo, reforzar las cosas de las que estaba orgulloso y esconder como una comadreja todo aquello que me sobraba, que no era mucho pero lo suficiente como para molestar.

Así sobreviví a la dura década de los noventa y al inicio de los años dos mil, toda una prueba de fuego para cualquiera que quisiese desmarcarse del uso de la ropa deportiva. Con el tiempo fui madurando y encontrando un equilibrio físico del que estaba muy orgulloso, claro que siempre fui un hombre diseñado para la treintena. Y entonces, justo en ese momento, ocurrió un milagro. La metrosexualidad quedaba relegada a un cajón mal cerrado, los cuellos de las camisas se abrían para dejar paso a incipientes pectorales hirsutos, se denostaba cualquier tipo de depilación en brazos y piernas y, desde luego, la barba se convertía la culminación imprescindible. En pocos minutos, tal vez segundos, las ciudades se llenaron de hombres luciendo su masculinidad de tantas formas que resultaba imposible no dejarse arrastrar... Y así caí, convirtiendo la barba en mi símbolo personal. No en vano le dedicaba más cuidados que al pobre Bruno, -por cierto, ¿cómo estaría?-.

No obstante, algo no había dejado de inquietarme a lo largo de estos meses, aunque no le había dado demasiada importancia, al menos hasta ahora. Resultaba evidente el afán de todo hombre, incluso aquellos que nunca lo habían hecho, por lucir la mejor barba que era capaz de generar físicamente, ya fuera una bien tupida o un conjunto de bigote y patillas, variando en forma, tamaño y longitud, bien por dejadez o por innovación. Por propia experiencia sabía que la barba perfecta duraba entre dos y tres días, llegando a la semana si uno no era demasiado escrupuloso, pero más allá los arreglos empezaban a ser necesarios. Estaba acostumbrado a cruzarme por la calle con barbas salvajes, que habían conseguido anular la personalidad de su portador, mientras éste pedía auxilio a gritos... Pero no todo el mundo sufría esta clase de percances. Entre la multitud de hombres brillaba con luz propia aquél que conseguía mantener su barba perfectamente dibujada, recortada y perfilada, tupida sin exceso y de un rotundo color negro, sin importarle el paso del tiempo. ¿Qué ocurría con esas barbas siempre perfectas? ¿qué ser sobrehumano se escondía detrás de ellas?.

“Ahí radica el misterio”, sentenció Julián, “la democratización de la barba no es más que una burda excusa, una cortina de humo que permite pasar desapercibidos a un grupo de individuos, pues no me atrevo a calificarles de humanos, entrenados para mantener y controlar el orden social creado por su líder. Como entenderás, este líder ha ido cambiando a lo largo de la historia, igual que su corte de discípulos, siempre dispuestos y entregados a obedecer las nuevas reglas del juego. Se trata de hombres altos y apuestos, físicamente bien definidos y con una perfecta barba oscura. Suelen tener los ojos claros y visten impecablemente, nunca sudan y están adiestrados para controlar cualquier impulso sexual”, continuó mientras me alcanzaba una serie de libros sobre arte clásico y contemporáneo, “puedes comprobar tu mismo la presencia de estos individuos a lo largo de la historia”.

Empezaba a entender porqué el destino me había llevado hasta aquel ático, no había en la ciudad, ni posiblemente en el mundo, nadie más experto en hombres que Julián. “En el baño encontrarás unas lentillas de color azul”, me indicó despreocupadamente, “las necesitarás para empezar tu misión... ¿y Fred? ¡Fred!”.

Texto: El Hombre Confuso
Ilustración: Jose Onis