Mientras tanto, a centenares de quilómetros de distancia, un grito desgarrador retumbaba entre las paredes de lo que parecía un antiguo castillo.
Tres jóvenes muchachos vestidos con un uniforme completamente blanco corrieron a refugiarse detrás de unas pesadas cortinas, ruidos de cerraduras se adueñaron de los oscuros pasillos, varios papeles volaron por los aires, los guardas apuntalaron la entrada principal y los pocos habitantes todavía desprevenidos buscaron, desesperadamente, algún rincón para protegerse. Unos apresurados pasos se dirigían hacia la parte más alta del edificio, lo que solían llamar el observatorio, donde una inusual alarma sonaba desde hacía varios minutos. En la habitación, una luz roja iluminaba de forma intermitente a varios operarios que, en silencio, esperaban temblando la llegada del líder. Con una contundente orden, el responsable de vigilancia indicó al resto de sus compañeros que se escondieran en la terraza, él se encargaría de todo, aunque posiblemente le costaría la vida.
Antes de entrar en la habitación, el líder ordenó apagar las luces. A nadie le estaba permitido contemplar su apariencia física, ni siquiera a sus discípulos más allegados, las medidas para evitarlo eran muy estrictas y los castigos contundentes. Únicamente dos personas contaban con este privilegio, aunque ninguno de los habitantes del antiguo castillo conocía su identidad, de hecho algunos incluso dudaban de la veracidad de su existencia. El responsable de vigilancia, desde luego, no era una de esas dos personas. Con el corazón desbocado escuchó la familiar voz del líder, mientras todo permanecía a oscuras. “¿Y bien?” “Señor, han vuelto a aparecer... Ya habíamos detectado hacía unos días una fluctuación que parecía indicar que... pero no quise molestarle hasta estar plenamente seguro. Por eso, decidí enviar a un pequeño equipo a inspeccionar la zona, pero no pareció preocupante. Se trataba de un joven moreno, de complexión fuerte y de aspecto muy desorientado... pensé que no había porqué alarmarse... cómo iba a descubrir...”, la voz del vigilante se fue apagando poco a poco.
“Comunique su aparición a los equipos que se encuentren más próximos, difunda su fotografía y cualquier dato que pueda encontrar al respecto y procure actuar con rapidez. No debemos dejar que abandone la ciudad ni permitirle que revele sus descubrimientos a nadie. Informe de cualquier novedad a la Sección e indique a los vigilantes que permanecen escondidos en la terraza que se preparen para el ascenso...”, dijo el líder justo antes de abandonar el observatorio, dejando la habitación impregnada de su característico olor. Aquel potente perfume era, sin duda, del mayor secreto de la comunidad, transmitido verbalmente de líder a líder en el momento del relevo, y que aseguraba tanto su integridad física como la pervivencia de la misión. Se trataba de una sencilla mezcla de feromonas que incidía directamente en los neurotransmisores de los individuos que la aspiraban, preparando el cuerpo para la entrega absoluta, sometiéndolos y apartando cualquier pensamiento negativo de su mente. Un detonante químico que despertaba “el amor” de los discípulos hacia el líder.
El responsable de vigilancia se quedó unos segundos en silencio, sonriendo a oscuras, mientras se acariciaba una importante erección a través del pantalón. Los operarios, curiosos, abrieron la puerta de la terraza, dejando que el aire penetrara en la habitación y devolviendo a la realidad al enamorado discípulo. “Preparad el código de emergencia y avisad a la Sección, ¡rápido!”.
Texto: El Hombre Confuso
Ilustración: José Onís
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