Acompañado por el silencioso Fred, me dirigí a la calle para comprar un vestuario que hiciese creíble mi incursión en la secta de las barbas hirsutas.
De entrada, me había negado a llevar escolta, y menos una tan poco simpática como el dichoso gigante rubio, pero Julián ignoró todas mis quejas, estaba seguro que debían estar buscándome y no se fiaba de mis dotes de camuflaje; no sin razón, claro. Me sentía un tanto ridículo con la ropa que me habían prestado, seguramente de algún examante que, desde luego, utilizaba una talla bastante más estrecha que la mía, aunque contando que había recorrido media ciudad con una camiseta rota y repleta de suciedad, tal vez ir un poco más ceñido de lo normal no era una tragedia. ¿Estaría empezando a aceptar mi cuerpo tal como es? ¡Y sin la ayuda de la Dra. Smith!
Mi cabeza, bastante preocupada por el aspecto externo, había diseñado una serie de tiendas donde podría comprarme la ropa necesaria. Algo sobrio, con buen corte, mejor figura y que realzara la zona de los hombros, algo de lo que estaba especialmente orgulloso. Además, contando que tras la explosiva mudanza no tenía ni dinero, ni tarjetas, ni siquiera un documento para identificarme, tendría que ser Julián quien pagara por toda mi ropa, y viendo las comodidades de su ático, había llegado el momento de compensar el golpe en la cabeza, el encarcelamiento en la bañera y hasta el paseo desnudo -aunque, realmente, esto último no me había disgustado demasiado-. “Eh... ¿Fred?... ¿Crees que podríamos parar a comer algo? Empiezo a sentir calambres en el estómago”, dije buscando lastimosamente su compasión. Por un segundo, la bondad apareció en los ojos del enorme alemán, me sentí comprendido, arropado, incluso querido, hasta que sin previo aviso, me empujó hacia el interior de una de las peores tiendas de toda la ciudad, de la que, curiosamente, me habían echado de malos modos por un absurdo malentendido hacía un par de años. ¡Mierda!
Sin demasiado ánimo elegí cuatro prendas oscuras, unos zapatos y unas gafas de montura marrón, redondeadas y con apliques metálicos, y desde luego iba a necesitar un nuevo teléfono móvil. ¿Debería dejarme el pelo un poco más largo? Todavía necesitaba aclarar muchos datos con Julián sobre mi nuevo personaje. La tienda, sorprendentemente, estaba colapsada de gente, recorriendo los pasillos con ansia, víctimas del engaño de precios y sin darle demasiada importancia al olor nauseabundo del plástico mal cortado. En cuestión de segundos, una anciana intentó bloquearme el paso hacia los probadores, una mujer joven me dio una bofetada mientras regañaba a su marido con muchos aspavientos, una pareja de chicos trató de quitarme una de las camisas que llevaba en la mano y varios niños pasaron corriendo al grito de “corre, Messi, corre” sin importarles pisotear mis pobres pies. ¿Y Fred? ¿Para esto llevaba un guardaespaldas?
Una vez dentro del probador, me sentí a salvo. Una luz cálida, un espejo trucado para ofrecer la mejor de sus imágenes y una pesada cortina que me mantenía a salvo del mundo, y sobre todo de esos niños. Como imaginaba, las prendas que había elegido me quedaban como un guante, excepto los zapatos, que eran de pésima calidad. Con un nuevo corte de pelo y la barba bien arreglada podría pasar por uno de ellos, espero que los discípulos de la secta esa no se depilaran el vello del pecho, porque por ahí sí que no pensaba pasar. Varias personas intentaron abrir la cortina, que mantenía bien sujeta gracias a uno de los zapatos, disculpándose sin convicción y ocupando el resto de probadores. Todo eran golpes y gritos, perchas cayendo y ruidos de zapatos, hasta que una bolita de papel golpeó mi hombro. Alguien la había lanzado por encima de la cortina. “No salgas del probador” y empezó a sonar una alarma.
El pánico se apoderó de los clientes cuando se encendieron los aspersores anti-incendios, todos corrían hacia la salida mientras el encargado trataba de calmarles e intentaba evitar el pillaje provocado por la confusión. Durante unos segundos, tuve la tentación de salir también corriendo, pero unos pasos alertaron mi, hasta ahora, poco sensata conciencia. Disparos, ruidos de cristales y cortinas descorriéndose, no podía ni respirar. Entonces, el espejo se abrió y una mano tiró de mí. Sin reaccionar, caí al suelo desmayado...
Texto: El Hombre Confuso
Ilustración: José Onís
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